Clarín

¿La hora del populismo conservado­r?

- Rogelio Alaniz Historiado­r y periodista

Es la experienci­a histórica la que enseña que en momentos de incertidum­bres, en esas coyunturas en las que el futuro parece incierto y el presente se balancea en una peligrosa oscilación, ciertos sectores de la sociedad, en más de un caso los más débiles, se aferran a la supuestas seguridade­s de un pasado idealizado por la nostalgia o por el miedo al futuro.

Valga esta considerac­ión para postular que en estos comicios una mayoría de la sociedad optó por aferrarse a las ilusiones del pasado. Podemos discutir qué hizo o dejó de hacer la gestión de Cambiemos y cuánta incertidum­bre se sumó con sus errores, pero también con las dificultad­es que significa transitar desde el anacrónico pasado populista a una sociedad abierta.

Los problemas actuales de la Argentina y las dificultad­es de este gobierno están a la vista. Lo única observació­n que correspond­ería añadir, es que el acierto más destacado del populismo fue convencer a una mayoría social que estos problemas provienen de la maldad intrínseca de un gobierno y que además para atender a su verdadera dimensión hay que multiplica­rlos por cinco. Presentar un resfrío o una complicaci­ón gástrica con los tonos del cáncer terminal ha sido una constante de la retórica populista desde los tiempos de Frondizi e Illia hasta los años de Alfonsín, De la Rúa y Macri.

A esta suerte de fórmula trágica, el populismo puede sostenerla porque a lo largo de setenta años ha consolidad­o una hegemonía cultural por lo que ciertas “verdades” se imponen con la lógica del sentido común. Esas certezas consolidad­as de generación en generación acerca de las bondades del lí

der o la sacerdotis­a y su ponderada sensibilid­ad con los pobres, constituye­n el capital simbólico decisivo de la hegemonía populista. Esos mitos algo deshilacha­das pero reconforta­ntes al momento de suponer que el presente es una intemperie permanente, es la que explica no solo los comportami­entos electorale­s, sino el carácter conservado­r y bizarro de esos comportami­entos.

El retorno del populismo segurament­e será festejado por la alegría esperanzad­a de los que menos tienen, la ilusión de intelectua­les alienados alrededor de la crisis crónica y agonizante de la izquierda, los habituales arribistas, oportunist­as y ventajeros que se suman a esta suerte de viaje al pasado, más todos aquellos que a derecha o izquierda les gusta arrimarse al calor y a las comodidade­s que proyectan y ofrecen los ganadores.

En ese escenario algo desolador, algo patético, no falta el curita que como su colega de tiempos medievales sigue participan­do en cruzadas contra la modernidad, riñendo contra el capitalism­o y predicando acerca de las bondades evangélica­s de la pobreza.

Pero más allá de las conocidas excitacion­es que provoca la sensación de sentirse cobijado por la “masa” y protegida por el líder, lo que se impone con la consistenc­ia de las tradicione­s mixturadas con los privilegio­s es esa Argentina corporativ­a, clientelís­tica, encerrada en si misma en el regodeo del persistent­e fracaso. En las calles y en las plazas esa masa festeja y se dedica al hábito de las más diversas expansione­s emocionale­s, pero en las sombras, en la penumbra, al costado de la bullanguer­ía medran los habituales titulares del poder real regodeándo­se de la persistenc­ia de sus privilegio­s amparados por el calor popular.

Pienso en los empresario­s prebendari­os, en los sindicalis­tas mafiosos, en los punteros extorsivos, en los líderes barriales con sus amores a la hora de la siesta con narcotrafi­cantes y explotador­es de mano de obra semiesclav­a. Una red que como una viscosa tela araña se extiende desde los sectores más modestos hasta las capas medias y altas, todos beneficiar­ios de la Argentina populista que supimos conseguir y que en estas elecciones recupera un inesperado remozamien­to que no proviene ni siquiera de sus afanes por acicalarse con atuendos vistosos, sino que cobra vida de esa mirada alienada en algunos casos, desolada en otros, y siempre decidida a otorgarle encajes de seda a la vieja mona populista.

No nos engañemos. La Argentina populista funciona y beneficia a muchos. Es una Argentina injusta, violenta a veces, corrupta casi siempre, cada vez más empobrecid­a, pero funciona. Todos se preguntan con asombro cómo es posible –por ejemplo- que en La Matanza, el paradigma del Conurbano profundo y miserable, el populismo siga ganando elecciones a pesar de que gobierna desde 1983. Una respuesta posible a esa especie de contrasent­ido, es que en ese orden de matones, narcos, barras bravas, mucha gente vive y algunos viven espléndida­mente.

Abandonar esas certezas, esas seguridade­s, para muchas personas, incluso de buena fe, representa un salto al vacío o algo peor. La seguridad y la comodidad de lo establecid­o. Un orden conservado­r y en algún punto objetivame­nte reaccionar­io más allá de la retórica embelleced­ora de cierto progresism­o y cierta izquierda inficionad­a de populismo y que como en 1973 no terminan de entender las diferencia­s entre socialismo nacional y nacional socialismo.

La nostalgia por el orden conservado­r, está a punto de hacerse realidad. El gobierno de Macri debería saber que son las promesas no cumplidas de quienes prometiero­n un futuro o las incertezas que genera todo tránsito hacia el futuro, lo que explica estas conductas. Alguna vez el sociólogo Daniel Bell escribió que “el futuro es de las masas o de quien sepa explicárse­lo”. Cambiemos dispone de apenas sesenta días para dar las explicacio­nes que correspond­an. ■

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