“No distinguir corrupción de honestidad nos corroe”
La verdadera opción a la que siento que nos enfrentamos hoy como sociedad -ante tanta confusión- no es entre racionalidad y emoción; o entre república y democracia. Es no perder nuestra capacidad de distinguir. Nuestra reiterada práctica de contradecir con nuestros actos aquello en lo que decimos creer -que compartimos como sociedadparte de una incapacidad de distinguir que nos impide visualizar el límite de las propias decisiones respecto de las del otro. Ceguera que termina invadiendo el campo de decisión ajena y lesionando el mutuo respeto. Invasión que se vuelve tremenda, en su impacto, cuando es un funcionario el que confunde el ámbito de decisión propio con el de lo público y se apropia del Estado.
Todos cometemos errores y somos imperfectos. Vemos mezclado en nuestro modo de ser algo de lo mejor con una cuota de lo peor. Pero ello nunca debiera llevarnos a no distinguir lo correcto de lo que no lo es. A equiparar corrupción con honestidad. Por más popular o representativa que pudiera ser la figura en cuestión.
No distinguir corrupción de honestidad nos corroe como personas y como sociedad. Ya que al eximir de la ley -sólo por el hecho de ser o haber sido tal o cual- no sólo priva a la sociedad de lo sustraído. También de la función estructurante de la ley. Olvidar tal distinción desvanece a la República tanto como a la democracia.
Ya lo decía Montesquieu. Porque revierte (o subvierte) los valores que sustentan, unen y proyectan a una sociedad. Esos que la protegen del poder gubernamental, limitándolo. Pero también esos que preservan la igualdad mutua que inspira y da sentido y dirección al vivir juntos.