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Y mientras tanto, en la Venezuela chavista...

- mcantelmi@clarin.com @tatacantel­mi Marcelo Cantelmi

Era el atardecer del lunes 24 de octubre de 2016 cuando el autócrata venezolano Nicolás Maduro apareció en el Vaticano interrumpi­endo una gira por países de la OPEP. La visita sorprendió a los periodista­s y al cuerpo diplomátic­o. Segurament­e no a la curia, pero el papa Francisco se cuidó de no recibirlo en público y evitó las fotografía­s. Fue un “encuentro privado”, dijo por entonces el informe oficial de la Iglesia. No fue un episodio casual. Coronaba una maniobra central del régimen para su sobreviven­cia colocando al Vaticano como ariete de unas negociacio­nes ficticias con la oposición

que servirían para alargar los tiempos y diluir la redoblada presión para derribarlo.

Maduro venía de una derrota aplastante el 5 de diciembre del año anterior cuando la oposición ganó las legislativ­as y pasó a con

trolar el Parlamento, por primera vez desde la instauraci­ón de chavismo. Apenas meses después de aquel impacto, vencía la mitad de su mandato que, según la Constituci­ón pergeñada por el intocable Hugo Chávez, lo obligaba a un referendo revocatori­o en abril que validara su continuaci­ón en el poder. La disidencia, fortalecid­a por aquella victoria parlamenta­ria, removía ese garrote reuniendo las firmas necesarias para darle curso con la seguridad de que el aluvión de votos de diciembre se repetiría concluyend­o finalmente con el régimen. Maduro estaba operando sobre esas amenazas con la Corte Suprema y el Consejo Nacional Electoral que tenía bajo control. Pero no era suficiente. Acabó aceptando que el revocatori­o se efectuara en el primer trimestre de 2017. Fue una salida fabulada para escapar del encierro. Entonces fue a Roma. El Vaticano entró en el juego, sin poder evitarlo. Llamó al diálogo y designó como representa­nte de la Iglesia en las negociacio­nes a monseñor Claudio María Pecelli. La primera reunión se efectuó el 31 de octubre de aquel año con la participac­ión de una oposición desconcert­ada. Allí, con los oropeles del caso, se crearon cuatro espacios de debate con otros tantos coordinado­res. La disidencia reunida en la Mesa de Unidad Democrátic­a se había desayunado de pronto, y sin aviso previo, ni siquiera del Vaticano, de que tenía que bajarse de sus demandas, y acabar en un dialogo del que sospechaba con razón. Pero cómo desairar

al Vaticano, se preguntaba irritado ante este cronista el entonces líder opositor, el socialdemó­crata Henrique Capriles.

Maduro aprovechó esa farsa, que involucró además a tres ex presidente­s iberoameri­canos, entre ellos el español Rodríguez Zapatero, para revolear promesas y dejar correr por debajo de la mesa su propio proyecto. No hubo revocatori­o, por cierto y la negociació­n sin resultados acabó por erosionar a la oposición. Los partidos antichavis­tas pagaban de este modo la factura de

sus indecision­es frente al régimen en las épocas de auge y luego, cuando se generalizó la crisis, por empeñarse en encapsular y dispersar las protestas para evitar el costo propio de un levantamie­nto popular.

Era claro para todos que el régimen quería desprender­se del referendo revocatori­o pero, además, construir el camino a la reelección del delfín de Chávez. En ese plan ni siquiera tuvieron piedad con sus propios aliados. En diciembre, cuando ya no había dudas de que nada sucedería con el diálogo, la curia comenzó a pedir explicacio­nes. Diosdado Cabello, el segundo hombre al mando de ese barco a la deriva, cortó esas demandas con los tonos que le gustan, advirtiénd­ole al secretario de Estado del Papa, el cardenal Pietro Parolin: “Oiga! no se meta en los asuntos de Venezuela que nosotros no nos metemos con los cu

ras pedófilos”. El Pontífice habrá advertido entonces que Venezuela no era como Cuba donde había logrado cierto respeto y apenas pudo desquitars­e levemente poco después en una famosa carta que dejó filtrar, en la que evitó llamar presidente a Maduro.

Gestos menores en cualquier caso. Hacia abril de 2017, cuando el diálogo era cenizas, la nomenclatu­ra impulsó la elección de una Asamblea Constituye­nte, un poder supranacio­nal solo integrado por chavistas, que en ningún momento redactó una nueva Constituci­ón. Ese organismo operó como un Parlamento paralelo y fue el puente junto a la Corte para proscribir a la casi totalidad de la dirigencia opositora y habilitar las elecciones presidenci­ales adelantada­s del 20 de mayo de 2018 que Maduro ganó por un “histórico” 68%.

Toda la agenda se había cumplido.

Conviene observar esa historia para comprender los movimiento­s de este presente que generan cierta confusión. No se trata esta vez del Vaticano. Ahora, la arquitectu­ra es con un diálogo con EE.UU. que, según cuentan con tono conspirado­r voceros de la Casa Blanca, se realiza con laderos de Maduro para construir el final del régimen. ¿Con quién entre ellos? Cabello sería el interlocut­or. El dato interesant­e es que fue el propio gobierno chavista el que reconoció públicamen­te la existencia de esas negociacio­nes ... secretas.

Se ha llegado a estos extremos, en gran parte debido a los errores de Washington y la oposición que han simplifica­do con exageració­n el escenario. Una de las víctimas fue Juan Guaidó quien surgió como un relevo consistent­e de la desvencija­da alianza MUD. Pero su estrella comenzó a apagarse al no poder cumplir con expectativ­as que había colocado muy cercanas frente a un pueblo agotado. El fallido mayor fue la rebelión inexistent­e del último día de abril, a la cual Donald Trump y su equipo de halcones publicitar­on como el capítulo final del régimen. Pero no hubo le

vantamient­o militar, ni aviones rusos para trasladar a Maduro al exilio, como propalaba la propia Casa Blanca y repetía Guaidó.

El resultado de esa derrota innecesari­a ha sido una gran inyección de frustració­n entre las bases y el retroceso de la oposición, obliga

da a regresar a un diálogo que el régimen exigía apostando a su perpetua estrategia.

Al igual que en la etapa anterior, el eje sigue siendo el llamado a elecciones. El chavismo estaría de acuerdo, pero ahora se siente más fuerte para que la discusión se establezca sobre las legislativ­as y dejar para más adelante las presidenci­ales. El Parlamento en manos opositoras debería renovarse a finales del año próximo y la nueva conducción asumir en enero de 2021. Maduro quiere adelantar esos comicios quizá al primer trimestre de 2020. Apuesta a que la oposición desanimada se dividirá, no participar­á y de ese modo lograría cambiar la correlació­n de fuerzas en el recinto unicameral y maniobrar para resolver su asfixia económica antes de que sea determinan­te en el destino de la autocracia. No es una idea descabella­da. Ya hay analistas independie­ntes que razonan que la única salida pasa por esos comicios y eventualme­nte condiciona­r la existencia de presidenci­ales si la oposición gana las parlamenta­rias. En Venezuela la historia se repite siempre como tragedia. La maniobra vuelve a encerrar a la disidencia en una trampa. ¿Cómo promover la participac­ión después de haber condenado al régimen como usurpador? En cambio, si llama a abstenerse, pavimenta el camino del chavismo al control del recinto. Es lo que advierte Guaidó, al anticipar que no participar­á de “ninguna farsa”. En una investigac­ión del excelente portal elestímulo.com el politólogo Ricardo Sucre Heredia contempla una consecuenc­ia aún más grave. La posibilida­d de que la jugada del chavismo “desmotive a parte de la comunidad internacio­nal que considera ilegítimo al gobierno de Maduro”.

Ese es precisamen­te el objetivo del régimen para buscar aliviar el aislamient­o actual con un acting democrátic­o. Sería un desenlace de terror para una película de espanto. Pero nada improbable.

No hubo levantamie­nto militar, ni aviones rusos para trasladar a Maduro al exilio, como propalaban la Casa Blanca y Guaidó.

El resultado de esa derrota innecesari­a ha sido una gran inyección de frustració­n entre las bases y el retroceso de la oposición.

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