Argentino y “albañil de Dios”
Misión. Pedro Opeka ayudó a levantar cinco poblados en Madagascar. Y enseñó la cultura del trabajo a miles de pobres, que hoy lo veneran. Ayer lo visitó Francisco.
Misionero en Madagascar, enseñó la cultura del trabajo a miles de pobres y fue visitado por el Papa.
Al ver unos niños que peleaban en un basural por un trozo de cerdo para comer, el padre Pedro Opeka pensó: “Esta gente no puede vivir así, Dios no lo quiere, son los hombres los que lo permiten, sobre todo los políticos que no cumplen lo que prometen”. Así, a mediados de 1989, se juntó con gente que vivía en casas de cartón junto al basurero municipal de Antananarivo, capital de Madagascar. “Si están dispuestos a trabajar -les dijo-, yo los voy a ayudar”. El relato de esos días se encuentra en el libro “Viaje a la esperanza” que publicó el escritor Jesús María Silveyra tras haber pasado un tiempo en Madagascar para conocer in situ la obra de este sacerdote argentino, centrada en el trabajo y la educación para que el pobre recupere su dignidad, no en el asistencialismo. Sus ideas lo llevaron a fundar la Asociación Humanitaria Akamasoa (“Los Buenos Amigos”) y a levantar con sus futuros 25 mil habitantes cinco poblados con miles de viviendas, además de colegios, dispensarios, clubes y emprendimientos productivos.
Nacido en San Martín, en el gran Buenos Aires, en 1948, hijo de inmigrantes eslovenos que huyeron de los horrores de la guerra, Pedro abrazó desde pequeño su pasión por el fútbol y a la vez adquirió conocimientos de albañilería por la ocupación que tenia su padre. Aquella capacitación le valdría el mote de “el albañil de Dios” porque se volvería muy útil para todas las edificaciones que más tarde levantaría. Tras estudiar en el colegio de los vicentinos en Lanus y Escobar, a los 18 años, ingresó al seminario de San Miguel, donde tuvo un profesor de Teología que con el tiempo se volvería famoso: el padre Jorge Mario Bergoglio.
Enrolado en la congregación de la Misión de San Vicente de Paul, a los 20 años dejó la Argentina y viajó a Europa donde estudió filosofía y teología, con un paso de dos años como voluntario por Madagascar, uno de los países más pobres del mundo. La experiencia lo impactó y, en 1975, luego de ser ordenado en la basílica de Luján y decidió regresar para establecerse definitivamente. Sus primeros 15 años los pasó a cargo de la Misión de Vagaindrano, en el sur de la isla, donde se ocupó de la parroquia y encaró algunas obras.
Pero la extrema gravedad de la situación social, con tanta gente viviendo en condiciones infrahumanas, lo llevó a encarar una formidable tarea de promoción social con obras concretas. Y si bien recibió ayuda del exterior, la centralidad de su acción se basó en comprometer a los habitantes en su propio desarrollo tras ganarse su confianza y dejar de lado todo paternalismo. “El asistencialismo, cuando se vuelve permanente (salvo extrema necesidad) convierte en dependiente al sujeto de la asistencia y Dios vino al mundo para hacernos libres, no esclavos”, dice el padre Pedro en el libro de Silveyra.
Los números de su obra son contundentes: 25.000 personas tienen su propia casa en cinco pueblos de la asociación; 10.000 chicos asisten a las escuelas y 4.000 personas trabajan en canteras, fabricación de muebles y artesanías, y servicios comunitarios. Asimismo, más de medio millón recibieron hasta ahora ayuda temporal en su Centro de Acogida.
¿Cuál es su fórmula para salir de la pobreza?, le preguntó Clarín hace un año, cuando visitó la Argentina. “Trabajo, disciplina y honestidad. Y respeto: no decir una cosa y hacer otra. El trabajo dignifica y hace sentir bien porque uno ha creado algo con sus manos. Y ellos se sienten propietarios porque dicen: “las hicimos nosotros”, “son nuestras casas”, no las casas de alguien que se las regala. Sudaron, sufrieron para lograrlo. Además, les queda una experiencia de superación por el esfuerzo que se las transmiten a sus hijos”.
Distinguido con la Legión de Honor francesa, se lo cita como candidato al Nobel de la Paz. “Tengo pocas chances de recibirlo porque soy un sacerdote católico”, dice. “Pero a mí mi pueblo me da el Nobel todos los años… Nunca tuve nada y al mismo tiempo lo tengo todo. Cuanto más di, más recibí”. Ayer sintió que tuvo otra recompensa: la visita de su antiguo profesor, el hoy Papa Francisco. ■