La historia del bombero bahiense que desapareció en las Torres Gemelas
Héroe. Sergio Villanueva nació en Bahía Blanca. Con 2 años, su familia se mudó a Queens. Nunca lograron hallar su cadáver.
El departamento en Queens de Sergio Villanueva está vacío. Reluce. Los pisos resplandecen. Los muebles son pesados y lustrosos como les gustan a los “americanos”. La cocina intacta. Nadie ha cocinado allí desde hace tiempo, se nota. Habían pasado cinco años del “11 de Septiembre” y la enviada y la fotógrafa de Clarín recorrían este “hogar” preservado como un altar. El silencio era abrumador. Todo era tristeza. Era la casa donde la vida iba a transcurrir plácida, con Tanya, la mujer que Sergio había elegido a su lado, dejando atrás los días de policía encubierto en tugurios, entre delincuentes, disfrazado de linyera, buscando narcos.
Aquella vida de policía antinarcóticos no era vida para Sergio Villanueva, que había nacido en Bahía Blanca y con apenas dos años, lo mudaron a Queens, cuando las Torres comenzaban a construirse. El trabajo antidrogas era arriesgado. A su mamá, Delia, no le gustaba que merodeara en las noches entre criminales. Mejor ser bombero, una institución respetada, segura, con sus coches bomba de rojo reluciente. La vida allí sería mejor. Hasta que llegó el 11-S.
Y Sergio Villanueva se convirtió en uno de los argentinos perdidos en las Torres Gemelas. A las 8 de la mañana, cuarenta y cinco minutos antes de que el primer avión se estrellara contra la Torre Norte, Sergio había terminado su turno en el cuartel de bomberos de Brooklyn. Había entrado a la unidad “Ladder 132” un año antes, en 2000. El fin de semana anterior, el domingo, había ido a jugar con sus amigos al fútbol. Pateaba al arco con certeza. “Humildemente uno de los mejores”, lo recuerdan.
“Era el tipo que todos querían conocer”, decía su amigo Joe Brosi, cuando Clarín lo entrevistó tiempo atrás. Nadie imagino en ese partido de fútbol --en el que Sergio hizo el único gol--, que el infierno se desataría apenas dos días más tarde. “Nos vemos el jueves”, se despidieron. El martes 11 de septiembre, cuando sobrevino la alarma, Sergio desayunaba con los compañeros que entraban de guardia. Todos fueron a las Torres. Pero él no regreso. Tenía 33 años. Y su cuerpo no fue hallado.
Se fue así. Convertido en héroe, dejando un vacío. Cuando Clarín habló con su madre años atrás, Delia admitía que “por más que te ofrezcan el mundo, nada trae a tu hijo. No hay palabras que te puedan decir, no hay dinero que te den, nada que puedan hacer te va a hacer sentir bien”.
Habían pasado cinco años desde la pérdida de Sergio, y ella buscaba entonces “respuestas para la muerte de mi hijo, nada más”. A casi 20 años de los atentados, algunas familias encuentran recién ahora la posibilidad de hacer un cierre.
Otro bombero, Michael Haub, que como Sergio, murió el 11S, pudo ser enterrado este martes después de que sus restos fueron identificados, 18 años después. Aún hay 40% de los restos recuperados en el Ground Zero sin identificar. Detrás de ese porcentaje hay familias que todavía esperan decir adiós a sus seres queridos.
Casi 350 bomberos murieron ese día. Y otros cientos más por enfermedades vinculadas al atentado. Lo respiraron todo: el vidrio molido, el hollín, el benceno, el aire envenenado, el humo, el cemento en partículas...
En Queens la huella de Sergio perdura. Perdura en el restaurante “La Porteña”, en Jackson Heights, en la Avenida 37, donde iba a comer. En la recepción del restaurante, hoy cerrado, la foto de Sergio compartía lugar con los retratos de Tevez y “el Diego”. Allí iba a buscar su plato favorito: ñoquis con salsa rosa. ■
“Como jugador, tremendo. Y como persona, tremenda persona, apasionado...”