Muñecos, centennials y coleccionistas
No solo de pantallas viven los “centennials”. Tengo dos en casa que ahorran peso sobre peso para comprar muñecos como nosotros delirábamos a su edad por discos y revistas. “Cabezones”, les llaman a esos que replican, en plástico y a todo color, personajes de historietas o de series con cuerpitos diminutos. Desde superhéroes como Batman y Thor hasta mascotas adictas a la lasaña y odiadoras de los días lunes como Garfield se mezclan en sus cuartos con celulares y tabletas. El gesto analógico me recuerda testimonios que verifican cómo en los tiempos del libro electrónico los más jóvenes eligen comprar en papel los títulos que los emocionaron. Además de leerlos, cuentan, quieren tenerlos, tocarlos, olerlos. Mantenemos -queremos mantener- con ciertos objetos una cercanía reveladora. Como si su materialidad, que la memoria resignifica, nos hiciera sentir en casa. Uso en ocasiones especiales, a modo de talismán, la primera lapicera de mi colección, comprada un día absolutamente feliz de hace 20 años. Y sé que cada vez que la guardo en el bolsillo, además de su trazo impecable, empaco el sol de esa tarde en Savigny Platz y mis ganas de volver a Berlín. El gusto y las formas de la curiosidad han organizado las colecciones en las culturas más diversas. El coleccionismo es uno de los primeros ámbitos globalizados, le escuché decir una vez al experto español Francisco Bouza. Para los objetos, explicaba, no hubo Inquisición. Hasta Felipe II incluyó sin prejuicios piezas chinas y japonesas en sus colecciones palaciegas de El Escorial. Encolumnada detrás de los cabezones por los que deliran los chicos de hoy, me entero, hay toda una comunidad, encuentros y espacios de intercambio. En noviembre llega, incluso, la tercera edición de una convención para coleccionistas argentinos. Mi hijo ya eligió pasar allí su 14º cumpleaños.