Clarín

Un taxi, una filmadora y una lata de galletitas para denunciar una masacre

- Patricia Kolesnicov pkolesnico­v@clarin.com

Casi no se conocían, casi no se entendían, pero juntos burlaron una dictadura y eso deja huellas. Juntos se jugaron la vida. Juntos hicieron posible que el mundo se enterara de una matanza de civiles. Fue en Corea, en 1980, pero la historia llega hasta el presente.

Uno era un periodista alemán: Jurgen Hinzpeter, un correspons­al de la televisión de su país que trabajaba en Japón. El otro era Kim Sa-bok, un taxista de Seúl.

En Corea del Sur, gobernaba una dictadura: el general Chun Doo-hwan se había hecho con el poder en 1979, meses después del asesinato de otro dictador, Park Chung-hee. Ley marcial, cierre de universida­des, cárcel para los opositores: el kit que conocemos.

Pero las cosas no se quedaron quietas, por lo menos no en Gwanju, una ciudad mediana al sur del país. Allí hubo malestar, protestas, manifestac­iones: los estudiante­s tuvieron un papel central. El gobierno decía que eran comunistas dirigidos por Corea del Norte, agitó el fantasma rojo y dispuso que no iba a tolerar el alzamiento: cerró los caminos, cortó las comunicaci­ones, mandó al ejército. Pero desde otras fuentes se informaba algo distinto: un levantamie­nto democrátic­o.

Hinzpeter, un hombre de algo más de 40 años, se enteró de que algo pasaba y voló a Seúl, con su cámara en el bolso. Allí lo conectaron con el taxista y se largaron a la ruta. A ver qué pasaba.

En el camino, contaría Hinzpeter después, cuando ya fuera un héroe, vieron señales que decían “cerrado”. El camino estaba cerrado, lo lógico era pegar la vuelta. Pero él no había ido a Corea para volverse y Kim siguió manejando. Un coche solo, en la autopista. “Las señales llamaban a desviarse, pero Kim siguió manejando derecho a Gwanju”.

Cuando los soldados los detuvieron, Kim se acercó a un poblado y aprendió los caminos laterales, las huellas en el campo, las formas de seguir entre los cultivos de arroz. Cuando los volvieron a parar, Hinzpeter dio una razón de hierro: tenía que rescatar a su jefe, atrapado en la ciudad rebelde. Llegaron. Y ahí, el horror.

La población había tomado la ciudad, habían conseguido armas. Por las calles, la gente cantaba contra la dictadura: la orden a los militares era avanzar sobre ellos sin piedad. Entre el 18 y el 27 de mayo las cosas se pusieron peor, peor y peor. Los soldados golpeaban, violaban. Se disparaba a matar, sin más. Hinzpeter filmaba. Kim se metía por donde se pudiera.

En el hospital, contó el alemán, había filas de ataúdes. “Los parientes abrían los cajones para mostrarme a sus seres queridos, nunca me había pasado algo así en la vida, ni siquiera en Vietnam había visto algo como esto”, contó años Hinzpeter años después.

Cuando el material fue bastante, cuando el suelo quemaba demasiado, el periodista decidió volver. Nada fácil en una ciudad sitiada. Hinzpeter guardó el film en su envoltorio original, para que pareciera virgen, se subió al taxi de Kim y salieron, otra vez, esquivando caminos principale­s. Ninguno de los dos era el mismo que llegó a Gwanju.

El gobierno habló de 200 muertos; desde la ciudad la cuenta llegó a los 2.000.

Llegaron, primer paso. Llegaron a Seúl. Y lo más rápido posible, al aeropuerto. Ahora las cintas fueron a parar al fondo de una lata de galletitas, cerrado, con papel dorado y cintas: un regalito. “El envoltorio era tan impresiona­nte que pasó los controles”, contaría después Hinzpeter. El testimonio llegó a Japón, salió al aire, mostró las mentiras del régimen. La democracia llegó a Corea en 1987.

Del taxista no se supo más. Hinzpeter volvió, lo buscó, nada. El alemán murió en 2016 sin encontrarl­o. Pero pidió que sus restos fueran enterrados en Gwanju, un lugar donde sólo había pasado unos días pero donde había hecho lo más grande de su vida: llevaron uñas y pelo y hoy hay un memorial en su nombre.

Muchos años después, en 2017, se hizo una película sobre esta aventura de dos. Se llamó A taxi driver. Entonces el hijo de Kim mostró fotos y contó la historia de su padre. Quedó, mal, dijo, sin entender la matanza entre personas del mismo pueblo. Empezó a tomar: murió de cáncer de hígado en 1984. En 2018 se habló de trasladar sus restos a Gwanju, cerca de Hinzpeter, después se decidió que no.

Su padre, dijo el muchacho, era una persona común, audaz pero común. De esas que están en el lugar correcto en el lugar correcto y hacen lo que hay que hacer. ■

En 1980, en Corea había una dictadura. Y en la ciudad “rebelde” de Gwanju se perpetró una matanza de civiles.

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