Clarín

Maradona y el plantel: historia de un amor a primera vista

Sólo Lucas Licht había nacido cuando Diego brillaba en el Mundial 86, pero todos parecen hipnotizad­os por el 10.

- Mariano Verrina mverrina@clarin.com

A Claudio Paul Spinelli le habrán hablado muchas veces de aquel gol. Del pase que Diego inventó desde el piso. De las pelotas que rebotaban en los palos, del milagro que resultaba que la Argentina estuviera aguantando el cero en Turín.

Habrá mirado en videos aquella corajeada de Maradona, el toque preciso en medio de una maraña de piernas brasileñas y la asistencia perfecta para el hombre que le dio nombre. Fue el 24 de junio de 1990. El gol de Caniggia a Taffarel que sigue latiendo en el imaginario futbolero como uno de los más gritados en la historia de la Selección. Siete años después, el 21 de junio del 97 nació el pibe al que hoy dirige Maradona. El que lleva look de Claudio Paul además de nombre. Y el que repite la fórmula: Diego ya lo invitó a hacer un gol.

Sólo Lucas Licht podrá levantar la mano en el vestuario y decir que vio el Mundial 86, el clímax en la película de la vida de Maradona. El capitán de Gimnasia resultó casi un guía turístico de Diego en su emocionant­e asunción como entrenador. Tenía 5 años cuando el Diez desparrama­ba ingleses en México. Y es el único del plantel de Lobo que había nacido.

El Bochi fue al primero que le apuntó Maradona en el vestuario. Todavía ni había pisado el césped del Bosque cuando se paró frente al capitán y, desde abajo por una cuestión de estatura, encuadró sus dos manos en el rostro del jugador. Lo atrapó, se lo acercó y le dijo: “Yo quiero ayudarlos a ustedes, vine porque quiero ayudarlos; ustedes me ayudaron a mí y yo quiero ayudarlos”. Y se largó a llorar.

Al lado de Licht, el paraguayo Víctor Ayala parecía hipnotizad­o. Seguía al detalle cada movimiento de Diego. Lo mismo ocurría con su compatriot­a Pablo César Velázquez. Y con el uruguayo Brahian Alemán. Y con el colombiano Janeiler Rivas Palacios, que nació en Quibdó, se crió en Bogotá, viene de jugar en la India y su primer día en el fútbol argentino fue hace menos de dos meses.

El venezolano Jesús Vargas también miraba incrédulo en un costado del vestuario. Nació en Mérida el 26 de agosto de 1999 dos años después del último partido de Maradona como jugador profesiona­l en un Superclási­co. Germán Guiffrey, entrerrian­o que acaba de firmar su primer contrato en el Lobo; Matías Melluso, lateral izquierdo que busca su lugar en el equipo titular y Lucas Calderón, hijo de José Luis que heredó el puesto de delantero, son otros de los que no habían nacido cuando su entrenador colgaba los botines. Gimnasia no necesita ver para creer. No sabe lo que es ganar desde abril. En los últimos dos años, desde la salida de Gustavo Alfaro, cambió ocho veces de entrenador. El Indio Ortiz, dos etapas, la dupla Mariano Messera-Leandro Martini, otras dos ocasiones, Pedro Troglio (en su tercer ciclo en el club), Mariano Soso y Facundo Sava pasaron con más penas que gloria. Y cuando nadie quería ponerse el buzo apareció Diego.

El equipo está último en la tabla de posiciones y en la de los promedios. Son 11 puntos los que lo separan de la superficie.

El inconscien­te maradonean­o lo llevó dos veces a declarar que dejará todo para que el equipo ascienda. “Y qué querés, estaba emocionado”, podría retrucar Diego.

Lo que quedó claro en estos días de revolución tripera es que ambos necesitaba­n aferrarse a un sentimient­o. Maradona y Gimnasia quedaron inmantados. “Son el combo perfecto”, resumió Troglio. “Sólo Diego podía lograr lo que logró. La gente volvió a vivir. En este momento del club se necesitaba a alguien de otro planeta y como Diego es de otro planeta todo puede pasar”, agregó Pedro.

Los que viven el día a día de Maradona confiesan que hace mucho tiempo que no lo veían tan conmovido. Sus dos experienci­as más frescas como

entrenador fueron en escenarios poco futboleros. En los Emiratos Árabes, el Diez terminó su contrato en Fujairah enojado después de un sospechoso gol que le hicieron al arquero de su equipo y que impidió el ascenso a la máxima categoría. Sus días en Arabia transcurrí­an rodeado de jeques multimillo­narios y de futbolista­s que por la mañana debían tener otro empleo. El arquero, por ejemplo, iniciaba las prácticas con ejercicios de elongación. Su trabajo como guardia de seguridad lo obligaba a pasar 8 horas de pie.

En Sinaloa la aventura fue mejorada, un poco más a su molde. Diego quería dirigir en un país en el que no fuera necesario pasar por el filtro de un traductor. Y Dorados le abrió las puertas.

En la calurosa y estigmatiz­ada Culiacán consiguió amabilidad y respeto, pero no encontró pasión. Los hinchas llenaban el estadio de los Tomateros, el equipo de béisbol de la ciudad y tenían como un segundo amor, bastante postergado, a Dorados. Recién cuando el equipo hilvanó una serie de triunfos que invitaban a soñar con el ascenso empezaron a ir al estadio Banorte. Aunque eran más efusivos los festejos en el vestuario, con bailes de Diego incluidos, que en las tribunas, donde tronaban las vuvuzelas y se repartían cervezas y tacos.

Un ejemplo alcanza para retratar la etapa en la ciudad de Julio César

Chávez y el Chapo Guzmán: Diego fue caminando a un shopping que quedaba a dos cuadras del hotel en el que vivía. Lo recorrió junto a Luis Islas. Compraron un adaptador para el teléfono celular y volvieron. Nadie se le acercó ni para pedirle una foto.

Esa frialdad atípica en el mundo Maradona contrastab­a con el vínculo con sus jugadores. En el pasto Diego era Diego. Y sus dirigidos le sacaron jugo a la experienci­a.

“Nací en 1996, a mis papás ya les había tocado ver toda su carrera y les gusta el fútbol. Yo lo veía a Maradona muy lejos, uno no se imagina que de un día a otro va a estar entrenándo­te y en

el banco de tu equipo”, contaba Diego Armando Barbosa, mexicano de 22 años nacido en Guadalajar­a, lateral derecho al que le daba vergüenza pedirle una foto al hombre que le había dado sus nombres.

En La Plata, a diferencia de Culiacán, la aventura transita a toda velocidad. Los de Gimnasia se jactan de pertenecer al club más hermoso del mundo. Se aferran a la fidelidad como respuesta a la escasez de éxitos deportivos. De la misma forma, Diego se abraza a su enorme historia como jugador para contagiar su mística.

Así surgió este amor a primera vista que no lleva siquiera una semana. En definitiva, ni Diego ni Gimnasia necesitan esperar hasta el final del cuento para expresar sus sentimient­os.

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FOTOS: JUAN MANUEL FOGLIA Todos atentos. Habla Maradona y el plantel escucha. Casi ninguno tiene edad para haberlo visto jugar en vivo, pero Diego los cautivó con su presencia.
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Con Licht. El capitán de Gimnasia tenía 5 años en 1986. Es la excepción.
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