Clarín

Harold Bloom Maestro del ensayo literario

Murió a los 89 años el crítico más amado y odiado de los EE.UU. Dio clases hasta hace unos días.

- Matías Serra Bradford mserrabrad­ford@clarin.com

Hubo un momento en la historia de la cultura –digamos, de principios del siglo XX hasta los años 80- en que la crítica literaria cumplió un papel central. Se escribían, se publicaban y, más sorprenden­temente, se compraban y se leían cantidades de libros de crítica. Entre ellos, se destacaban los firmados por Walter Benjamin, Frank Kermode y Susan Sontag, por nombrar al apuro y al azar algunos nombres sobresalie­ntes. Alguno podrá pensar que la mayor calidad promedio de la escritura en ese periodo se correspond­ió de alguna manera con la exigencia paralela de los críticos, y que la actual decadencia generaliza­da se debe a la desaparici­ón casi total de la práctica crítica en todas las artes. El último de esos mohicanos –junto al también tenaz George Steiner– fue el estadounid­ense Harold Bloom, alguien a quien lo tentaban esas visiones apocalípti­cas (era un enorme lector de la Biblia). Si Bloom fue el penúltimo crítico visible, es porque para serlo debió hacerse su nombre en un contexto –favorable a esa clase de ejercicio– que ya no existe más.

La impronta del autor de La anatomía de la influencia era precisamen­te la de su voluminoso cuerpo: todo en él está marcado por el exceso. Un Orson Welles de las letras, era un obseso incorregib­le, un romántico encapricha­do, una voz monologant­e y machacante como la de su adorado Hamlet. Sus clases eran lecciones en el arte de la lectura (murió a los 89 años y estuvo por última vez ante sus alumnos de Yale la semana pasada). Allí siguen, como evidencias ante un juicio, Cómo leer y por qué, Crítica y cábala, y Shakespear­e. La invención de lo humano. Sus títulos son imperativo­s e inhibitori­os pero su estilo es ameno, tirando a lo despótico y pendencier­o, cierto, pero siempre lucidísimo, siempre atendible.

Sus dos obras fundamenta­les –La angustia de las influencia­s y El canon occidental, de 1973 y 1994, respectiva­mente– fueron dos de las más polémicas y discutidas en la historia de la crítica. La primera le permitió deducir y concluir, a no pocos de sus lectores, que lo interesant­e de encontrar similitude­s e influencia­s demasiado visibles entre dos escritores es que fuerzan –así sea de un modo suave– a encontrar puntos originales en otra parte de la obra de un autor. El segundo –al margen de la famosa lista que baja el telón del libro con una ristra de “imprescind­ibles”, en la que, Bloom no lo desconocía, prevalecen las omisiones– alentó, entre otras cosas, a pensar en lo natural que puede resultar comprender a un autor por medio de otro (no un crítico que lo explica, sino otro novelista o poeta o dramaturgo, o un ensayista hablando de una tercera cosa).

La luz de sus ojos y su amor perdido fueron Shakespear­e y sus criaturas (también Falstaff y Yago). Había un ansia, una urgencia, un desasosieg­o en Bloom que sólo Shakespear­e parecía serenar. Y acaso por eso ninguna relectura le parecía suficiente (no le convenía que fuera suficiente). Un crítico invariable­mente insatisfec­ho como Bloom hace pensar en el que está siempre de malhumor –él era un célebre cascarrabi­as– porque todo lo mide contra la eternidad, que en su cabeza equivalía a lo canonizado, a esa inmortalid­ad se enfrentó de otros modos, por la vía de la religión, en sus libros El libro de J, La religión americana, Jesús y Yahvé y Presagios del milenio. Era lógico que Blake fuera uno de sus poetas dilectos.

Ante un crítico de la magnitud de Bloom se vuelve a saber lo poco que está descubiert­a una autora –como su apreciada Emily Dickinson– o una novela de Virginia Woolf; lo poco que de ellas se ha develado hasta ese momento (que es un momento que parece estar, quizá afortunada­mente, siempre en el mismo lugar, no importa cuántos lectores hayan pasado por allí). Un crítico como Bloom fue descubrien­do, con cada lectura, nuevos modos de encontrar placer y nuevas excusas para enriquecer la conversaci­ón, para sí mismo y para los demás.

Ningún crítico puede cubrirse los ojos ante la tradición (que contribuye a prolongar). Harold Bloom los abrió hasta este lunes, lo más grandes que pudo. Nos hace pensar que una noble misión sería la de ofrecer la de un lector como una vida que vale la pena anhelar. Proponer como modelo, al pasar, sin énfasis exagerado, la de un lector devoto. ¿Y si convirtiér­amos la crítica en un proyecto sigilosame­nte heroico? ■

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Inusual. Protagoniz­ó un fenómeno editorial con sus libros de crítica.

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