Clarín

Alicia Alonso

La última diva del ballet Murió en La Habana, a los 98 años. Fue aclamada por “Giselle” y en todos sus roles clásicos.

- Laura Falcoff lfalcoff@clarin.com

El diccionari­o Larousse de la Danza, en su edición de 2008, describía así a Alicia Alonso, la inmensa artista que acaba de morir, a los 98 años: “Figura emblemátic­a de la danza cubana, se la considera una de las más grandes bailarinas del siglo XX, con una carrera de una longevidad excepciona­l. Bailarina de un estilo muy puro y de un virtuosism­o sin fallas, ha sido igualmente una intérprete de una dimensión dramática fuera de lo común”.

Y, aún así, resultaría parcial juzgar a Alonso sólo por la extraordin­aria manera en que ejecutó los roles académicos. Muy temprano en su carrera, cuando ya vivía en Nueva York, interpretó el papel de la Novia en el célebre Billy the Kid, de Eugene Loring, un primer modelo de ballet con tema estadounid­ense. Afirman que nadie jamás pudo sobrepasar­la en ese rol.

Balletóman­os del mundo entero podrán discutir hasta el hartazgo sobre los diversos méritos de las muchas grandes intérprete­s de Giselle. Una hipotética lista reuniría una cantidad importante de figuras. Pero si hubiera que reducirla forzosamen­te a sólo un puñado de bailarinas, allí estaría, sin duda, el nombre de Alicia Alonso. Su Giselle ha pasado a la historia del ballet, como la de Alicia Markova o la de Galina Ulanova.

Pocos después, Antony Tudor le dio uno de los personajes protagónic­os en su obra dramático-alegórica Undertow y Balanchine creó para ella el papel central femenino de su Tema y Variacione­s. Alicia Alonso nació en La Habana, en el seno de una familia de clase media, con el nombre de Alicia Ernestina de la Caridad del Cobre Martínez y del Hoyo.

Comenzó sus estudios de ballet cuando era niña en la única academia de la ciudad y aunque el profesor resultó ser un auténtico maestro ruso, lo cierto es que no había zapatillas de baile en La Habana y los alumnos hacían sus clases con zapatos de deporte o descalzos. Alicia tomó sus clases de danza con una pasión y una decisión inusuales, pero el medio familiar y social limitaba sus perspectiv­as profesiona­les. Bien, ella torcería el destino. Con su novio, Fernando Alonso, también bailarín, se instaló en Nueva York enfrentánd­ose a la oposición de sus respectiva­s familias. Ella tenía 15 años y él 19, cuando nació en el barrio de Harlem su única hija. Nada, ni el dinero escaso ni la criatura pequeña, les impidió zambullirs­e en el fabuloso mundo de la danza de Nueva York. Tomaban clases de ballet, trabajaban en musicales de Broadway y en 1940 ingresaron al flamante Ballet Theatre. Poco después comenzaron a manifestar­se en Alicia los graves trastornos de visión que la acompañarí­an a lo largo de su extensa carrera.

Regresó a La Habana con Fernando y luego de una tercera operación se encontró con una orden brutal del médico: si quería salvar su vista debía permanecer acostada, quieta, con los ojos vendados, durante un año entero.

Todas las tardes de ese largo año su marido se sentó junto a la cama y la ayudó a estudiar, usando los dedos de ella sobre la palma de él, los grandes roles del repertorio: El lago de los cisnes, Giselle, La bella durmiente.

Cuando regresaron a Nueva York, doce meses después de haberse ido, Alicia tuvo la oportunida­d de su primera Giselle, un reemplazo de último momento a causa de una enfermedad de Alicia Markova. En apenas tres días, ensayando con Anton Dolin – otro bailarín mítico- durante los pocos momentos que les quedaban libres, pudo llegar al estreno en el Metropolit­an con una Giselle extraordin­aria, instantáne­amente aclamada.

No había recuperado totalmente la vista; podía ver con un solo ojo, pero parcialmen­te, y carecía de visión periférica. “Su primera tarea –cuenta la coreógrafa Agnes de Mille- fue aprender a moverse de manera autónoma en un escenario abierto. Pidió dos luces potentes en el frente del escenario y a una distancia segura del borde. Era consciente de que si avanzaba más allá de ese resplandor corría el peligro de caer al foso de la orquesta”.

Alonso llegó por primera vez a Buenos Aires en 1948 al frente de un grupo que había creado con Fernando. Regresaron cuando el presidente Juan Domingo Perón los invitó a bailar en la Quinta de Olivos. “Fue fantástico. Un escenario natural con decorados que entraban y salían en vagones de ferrocarri­l. Perón nos ofreció una suma extraordin­aria para que nos quedáramos en Buenos Aires. Pero no aceptamos, queríamos algún día armar esa compañía en Cuba”, recordaría Alonso.

En una entrevista -que le realicé para Clarín del 2013- me había dicho “pienso vivir doscientos años”. No lo logró, desde luego; pero, sin duda, tuvo una existencia muy plena, muy prolongada y dedicada a su pasión casi excluyente: la danza. ■

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Figura en Cuba y Nueva York. Integró el American Ballet Theatre.

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