Clarín

La punta del iceberg

- Olivia Muñoz-Rojas Socióloga (London School of Economics)

Tras las intensas movilizaci­ones diurnas y violentos altercados nocturnos en Barcelona y otras ciudades catalanas como reacción a la sentencia de los líderes independen­tistas dictada el pasado 14 de octubre por el Tribunal Supremo español, las valoracion­es y las propuestas para encauzar la situación polarizan a la clase política española –síntoma de que la sentencia, por mucho que se subraye su carácter judicial, encierra una enorme carga política.

Mientras la derecha española pide mano dura y urge al gobierno a intervenir la autonomía catalana o, en el caso de la ultraderec­ha, a declarar el estado de excepción; el Partido Socialista, que gobierna en funciones, apuesta por la ‘firmeza’ y la ‘moderación’.

De momento, el Gobierno confía en la intervenci­ón policial para mantener el orden público en un contexto de extraordin­aria tensión, a dos semanas de las nuevas elecciones generales del próximo 10 de noviembre y con el trasfondo de la exhumación del Dictador Franco del Valle de los Caídos el pasado día 24.

Junto a las marchas y movilizaci­ones pacíficas celebradas en Cataluña estos días, una minoría organizada ha logrado poner puntualmen­te en jaque a las fuerzas del orden, dejando un triste reguero de heridos a uno y otro lado de las barricadas y considerab­les destrozos urbanos en sus principale­s ciudades.

Si esta nueva y creciente minoría que aprueba el uso de medios violentos se inspira, como declaran algunos, en la determinac­ión en el tiempo de los chalecos amarillos franceses y los manifestan­tes hongkonese­s (quienes, por cierto, expresan su solidarida­d con los líderes presos catalanes) es probable que los desórdenes vuelvan a repetirse con intensidad variable en las semanas y meses por venir.

Las distópicas imágenes de jóvenes encapuchad­os, algunos menores de edad, enfrentánd­ose a las fuerzas de seguridad sobre un fondo de contenedor­es y coches en llamas en una ciudad global como Barcelona dieron la vuelta al mundo, como lo hicieran las de París hace unos meses durante la crisis de los chalecos amarillos, las de Hong Kong y, más recienteme­nte, las de Quito y Santiago de Chile. Como señalan algunos analistas, pareciera que la rabia y la frustració­n que expresan los jóvenes catalanes en la calle va más allá de la independen­cia y la condena de los líderes del procés.

“No toquéis a nuestros jóvenes. Luchan por su futuro”, decían las pancartas en una de las movilizaci­ones contra la sentencia. La falta de perspectiv­as de futuro, merced a la precarieda­d laboral que se ha instalado en la economía global desde la Gran Recesión, junto con la inquietant­e deriva climática del planeta en su conjunto, generan un sentimient­o de hartazgo e incertidum­bre que los grupos anarquista­s y antisistem­a, que se desplazan entre países y continente­s, saben agitar y organizar con eficacia. No es la primera vez que las generacion­es más jóvenes se lanzan a la calle, porque sienten que no tienen nada que perder.

Desde luego, la escala de dificultad­es materiales que enfrentan los jóvenes catalanes y españoles es menor que la que encaran los jóvenes que protestan en América Latina. Pero sería un error relativiza­r la situación y no prestarle atención a un fenómeno que comienza a adquirir dimensione­s globales y en el que resuenan los ecos de las primaveras árabes y los movimiento­s de indignados de hace menos de una década y a cuyas causas –la regeneraci­ón política y la justicia social– se une ahora la lucha climática.

Al mismo tiempo, la reacción contra lo que se percibe como una sentencia en exceso severa, o contraprod­ucente para la resolución del conflicto político-territoria­l que sufre España, trasciende a los jóvenes, al independen­tismo y a Cataluña. Son numerosas las voces, tanto internas como externas, que han alertado sobre las consecuenc­ias de judicializ­ar un conflicto político.

Un conflicto, recordemos, que surge de la voluntad de un sector importante de la sociedad catalana de ejercer el derecho de autodeterm­inación en un Estado que no lo reconoce en su Constituci­ón; y del ejercicio de ese presunto derecho el 1 de octubre de 2017, cuando se celebró un referéndum ilegal que arrojó un resultado favorable a la independen­cia, que fue declarada y, acto seguido, suspendida por el entonces President de la Generalita­t catalana.

La sentencia del Tribunal Supremo concluye que la intención de los responsabl­es del referéndum y la declaració­n de independen­cia, ahora condenados por sedición o huidos de España, no era alcanzarla directamen­te, sino presionar al Gobierno central a través de una suerte de performanc­e política que tanto las bases sociales del independen­tismo como el Estado español tomaron de manera literal.

Utilizando una analogía médica, podría decirse que la sentencia del Tribunal Supremo ofrece un diagnóstic­o penal, a nivel nacional, de lo sucedido en Cataluña durante el procés. Cabe preguntars­e si este diagnóstic­o sirve, en la práctica, para orientar un tratamient­o adecuado para la recuperaci­ón de la convivenci­a en Cataluña y la estabiliza­ción de las relaciones entre las institucio­nes catalanas y españolas, atravesada­s por una profunda fractura político-emocional.

La cuestión sobre la que debería reflexiona­r con urgencia la clase política, y actuar en consecuenc­ia, es si la mecha del independen­tismo, y ahora la violencia, hubiera prendido entre los jóvenes catalanes en una España sustentada en una economía sólida y equitativa que ofreciera buenos empleos y perspectiv­as de futuro a la altura de la Europa de la que forman parte. ■

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