Un dolor que no se puede ni se debe ocultar
Hace unos días fui al médico y, al subir al colectivo, una señora casi de mi misma edad (61) se levantó de su asiento para cedérmelo, cosa que le agradecí pero no acepté. Al otro día, fui a buscar a un amigo que trabaja en la administración pública y, como no se encontraba, le pregunté a un joven por él. Me respondió que ya vendría, que lo espere unos minutos. Al cabo de los cuales, me amigo llegó y, al verme, me dijo riendo: “¡Ah, sos vos!, me dijo mi compañero ‘ahí te espera un veterano en la oficina’ y yo no sabía quién podía ser”.
Esto que cuento viene al hecho de preguntarme qué imagen transmito cuando salgo a la calle. Porque si bien mi salud está bastante deteriorada, mi aspecto no es el de una persona enferma que necesite viajar sentado en colectivo ni para que sea descalificado en broma por un desconocido. Tras estos hechos, obviamente, me pregunté: “¿Puede ser que esté transmitiendo una imagen tan negativa?”, “¿O será que mi médico de cabecera anda divulgando mis dolencias?” (porque la mayoría de mis problemas de salud no son visibles sino, solamente, a través de análisis clínicos, radiografías...).
El sábado, ya un poco relajado y pensando en las elecciones, mi corazoncito me respondía a mis interrogantes. Mi cuerpo transmite la imagen de un hombre que siempre ha luchado por sobrevivir, por vivir y por no pasar por la vida sin dejar un rastro acertado para que sigan, especialmente los míos, los que me conocieron y los que pertenecieron a mi tiempo. ¿Qué es lo que más me afecta en todo esto? Una respuesta, es lo que veré, seguramente, día de las elecciones: la desigualdad social. Mientras habrá gente que vote con conocimiento y buena voluntad, también habrá quienes lo harán por un mísero dinerillo, una bebida refrescante y un choripán. Unos llegarán a las urnas vestidos civilizadamente, mientras, a otros, poco les faltará para que un taparrabos les sea suficiente. Eso sí me duele y no lo puedo ni lo debo ocultar.