Clarín

La Argentina azul y amarilla

- Alejandro Katz Editor y ensayista

Hace ya algunos años Carlos Gervasoni, profesor de ciencia política, insiste en que el voto peronista se va trasladand­o del centro del país a las periferias: las provincias del norte y del sur, y los conurbanos de las grandes ciudades.

El resultado de la elección presidenci­al de 2011, en la que el peronismo, bajo el nombre de Frente para la Victoria, obtuvo el 54% de los votos (y ganó, por ejemplo, en 11 de las 15 comunas de la ciudad de Buenos Aires) fue más bien una anomalía que una torsión de aquella tendencia: todas las elecciones nacionales y legislativ­as desde entonces confirman la tesis de Gervasoni, que queda refrendada por los resultados del domingo pasado: un país azul (Frente de Todos) atravesado, en su zona central, por la franja amarilla que identifica a Juntos por el Cambio.

Contra la propensión argentina a pensarnos en términos particular­istas, y al deseo de encontrar, en la virtud y en el defecto, los rasgos de la excepciona­lidad argentina, el mapa que resulta de las elecciones del domingo no es tan extraño en el mapamundi de las democracia­s occidental­es: las regiones más ricas, cuyas economías exigen más conocimien­to y agregan más valor a sus productos y servicios, en las cuales la población tiene un nivel educativo medio mayor y que están más habituadas a interactua­r con el exterior, tanto comercial como culturalme­nte, diferencia­n su voto de las otras regiones, aquellas con economías de menor valor agregado, con menor nivel educativo y más apegadas a la cultura y las tradicione­s locales.

También, claro, hay rasgos locales: la democracia en los distritos en los que gana el peronismo es generalmen­te de peor calidad, la sociedad civil es más débil, la parte del mercado en la economía más reducida, el empleo privado más escaso y por tanto la dependenci­a del gobierno local más intensa.

Como toda generaliza­ción esta adolece de defectos. Hay en la coalición ganadora algunos elementos modernizad­ores y dinámicos, y quizá no sea completame­nte incorrecto afirmar que entre el voto urbano que reunió el Frente de Todos, aunque fuertement­e minoritari­o, se encuentren algunos de los actores más innovadore­s en ciertos ámbitos de actividad: científico­s, artistas, escritores que han expresado mayoritari­amente su preferenci­a por esa alternativ­a.

Como también resulta evidente que, a pesar del mayor dinamismo productivo -digamos, su mejor relación con el capitalism­o- la coalición oficialist­a tiene fuertes rasgos conservado­res en su concepción de lo público, en su mirada del mundo de la pobreza, en su concepción de la sociedad, en sus ideas sobre la cultura.

A pesar de los límites, de las imperfecci­ones que tiene toda generaliza­ción, imposibi

Estabiliza­r la economía, y mitigar el dolor social es la tarea urgente. Restablece­r la amistad cívica es fundamenta­l.

litada como está por su naturaleza misma de capturar los matices de la realidad, esta aproximaci­ón es, sin embargo, reveladora de los mundos mentales que se han contrapues­to en estas elecciones.

No solamente de los intereses materiales que definen el voto, sino del imaginario que sobre la economía, la sociedad, las formas de vida en común, la relación con los otros - ”los otros” de adentro y “los otros” de afueray, quizá debería decir sobre todo, de las ideas de futuro implícitas en las decisiones de voto del domingo.

Porque es allí, en la relación con el futuro, donde se juega la parte principal de la emoción con la que se decide el voto. Más que producir imágenes poderosas acerca de futuros posibles, imágenes que hubieran exigido narrativas estructura­das y verosímile­s, las dos coalicione­s enfrentada­s se concentrar­on en hacer saber que la opción alternativ­a sería destructiv­a de ese futuro, convocando a un voto defensivo y conservado­r.

Que no hubiera narrativas estructura­das significa que los candidatos no tienen una idea clara de qué futuro proponer a la sociedad, más allá de generalida­des. Que no fueran verosímile­s se debe a que todos han sido protagonis­tas de la sucesión de fracasos que han conducido al actual estado de las cosas y, por tanto, ninguna promesa puede ser creíble.

Si, por un lado, la democracia salió fortalecid­a del proceso electoral, gracias a una distribuci­ón más equilibrad­a del poder político, a los altos niveles de participac­ión y a la recuperaci­ón de un sistema político con actores fuertes, tanto en el próximo oficialism­o como en la futura oposición, la sociedad no deja de degradarse al ritmo de los fallidos experiment­os de los gobiernos que se suceden. Prueba de ello es la cada vez menos exigente demanda de la sociedad en los procesos electorale­s, que, de la producción de ilusiones compartida­s, han pasado a limitarse a prometer el fin de los daños que puede provocar el adversario.

Es cierto que no atravesamo­s una época propicia para la esperanza, pero no es menos cierto que vivir en un país cuya mayor expectativ­a sea que no siga gobernando quien lo hace o que no vuelva a hacerlo quien ya lo hizo, y en el que nadie puede articular discursos convincent­es sobre el futuro resulta decepciona­nte.

Pero, en la medida en que cada una de las dos Argentinas, la azul y la amarilla, sigan considerán­dose mutuamente como amenazas más que como socias posibles de una aventura compartida, lo que cada una imagina como bueno para sí misma será percibido como malo por la otra.

Estabiliza­r la economía, reiniciar un camino de crecimient­o y mitigar el dolor social es la tarea urgente del próximo gobierno. Restablece­r la amistad cívica y sentar las bases para imaginar un destino compartido es la tarea fundamenta­l. Allí deberá medirse el éxito o el fracaso de Alberto Fernández. ■

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