El reposo de la guerrera
Cumplió 99 años y se retiró de la vida pública. Reina del radioteatro, fue conocida por ser “Mamarrachito mío”.
Ella es “Mamarrachito mío”.
Nació el mismo año que la radio argentina. 1920, Puerto Deseado, Patagonia. Buenos Aires no contaba ni con el Obelisco, tenía apenas una sola línea de subte y Santa Cruz era casi tan lejano como otro país. Unos locos en una azotea habían estado transmitiendo en la city porteña una ópera para unos pocos, en un hecho fundacional de la radiofonía. Faltaban unos años para que la cajita se expandiera, Oscar Casco le susurrara a Hilda Bernard eso de “Mamarrachito mío” y el país enloqueciera.
El 29 de octubre cumplió 99 años. Su viejo número de teléfono fijo ya no existe. Se retiró de la actuación y de la vida pública. No pudo borrarse del mapa de los recuerdos colectivos. 100 radioteatros, TV casi desde que la tele desembarcó en el país, cine en blanco y negro, teatro desde 1941. 80 años de “mentiras consensuadas”.
En las últimas charlas con Clarín, hace más de dos años, Hilda ayudaba a armar su verdadero identikit. Coleccionista de duendes, tímida, “poco nostálgica”, Ciudadana Ilustre de Buenos Aires, hija de padre inglés y madre austriaca, ninguna cirugía. “Estoy llena de arrugas y a mucha honra. Son las cicatrices de lo que uno ha vivido. Cuando alguien llega a los 90 sin mucha arruga, pienso: ‘Ese no habrá hecho mucho’. Yo he tenido que hacer mucha mueca. Por algo están ahí esas marcas. Son mi orgullo”.
No existe un libro biográfico suyo, pero debería: actriz pionera y pionera “feminista”, a los 17 se plantó ante sus padres para comunicarles que abandonaría el colegio secundario. Misión: meterse al Conservatorio de Arte Dramático. Corría la década del ‘30, las mujeres todavía no votaban. Ni siquiera soñaban con hacerlo. Ella se inscribió, tuvo su primera oportunidad en el Cervantes y supo por primera (y única) vez lo que era un escándalo.
“En el programa de mano me anunciaron como Sarah Bernard. Cayó un crítico diciendo que yo era una atrevida, que me comparaba con Sarah Bernhardt, actriz francesa”, se reía medio siglo después. “Ese señor escribió algo horrible en el diario. Lo perseguí meses con el DNI para demostrar que yo era Hilda Sara Bernard”.
Enseguida fue estrella de la radio. La reina del truco, de la ilusión, la enamorada que daba besos en los puños cerrados cuando todos creían que acercaba su boca a la del galán. “Con Nené Cascallar, la autora de los radioteatros, hacíamos uno de noche en La ventana de Splendid. Todo muy poético. El estudio daba directo a un jardín. Se escuchaban los grillos. No había que mirar para ver, los oyentes imaginaban, viajaban kilómetros sin moverse de sus transistores”.
Hilda sabe que para una generación siempre será temible, ruin, malísima. La villana de Chiquititas, la destinataria de la canción “bruja, podrida, que te duele la barriga”, que las huérfanas del hogar Rincón de Luz -con Agustina Cherri a la cabeza- entonaban con ternura.
“Quiero que me recuerden buena. A la mala de la tele no tienen que creérsela. Los actores no seríamos buenos en lo nuestro si no supiéramos jugar a la maldad. Cualquier malo haría de malo y listo el problema”.
Pregunta trillada, pero necesaria: ¿Qué es la fama, Hilda? Así definía ella el sustantivo del que nunca se jactó: “Es que la gente te diga ahora ‘¡qué linda está!’ cuando a los noventa y tantos eso es mentira”.
¿Dónde está hoy Doña Hilda? ¿Por qué no la vemos? Los productores teatrales se lo preguntan, la buscan en Belgrano, pero entienden que en 99 primaveras tuvo suficientes rounds como para salir victoriosa del combate, y merecer reposo y silencio. Casi como el silencio mágico que se producía cuando Casco le decía al oído: “Mamarrachito m\ío”.