Clarín

Donald, Isidorito y Mafalda

- Norma Morandini Periodista y ex Senadora Nacional.

Uno en el Norte, el otro en el Sur. Odioso , amante del dinero y haragán, el Pato Donald cumplió ya ochenta años. Inteligent­e, curiosa preocupada con los chinos, Mafalda se acercaría ya a los sesenta. Dos personajes populares, nacidos de la genialidad de los dibujantes que les dieron vida y personalid­ad. Ambos, traducidos en todos los idiomas, aunque Mafalda recién ahora habla ingles porque nunca antes quisieron traducirla: los editores la considerab­an una niña muy sofisticad­a para los niños de los Estados Unidos, el país en el que nació el Pato Donald. En sus orígenes, Donald era un pato más alargado, parecía un cisne. Fue el dibujante Carl Barks quien le dio la forma como lo conocemos, con su traje marinero, sin pantalón y que con su mal humor conquistó al público de los Estados Unidos en la década del cuarenta. En poco tiempo, el mal humor y la haraganerí­a del pato comenzó a vender más que la responsabi­lidad y suerte de Mickey Mouse.

Con el advenimien­to de la dictadura de la juventud, los ancianos son descartabl­es, el Pato Donald ya no tiene popularida­d entre los niños y ha sido remplazado por héroes de carne y hueso como el aprendiz de mago Harry Potter.

Hoy parece excesivo haber hecho del Pato Donald un símbolo del imperialis­mo cuando en la Universida­d de los setenta los chilenos Ariel Dorfman y Armand Mattelart nos enseñaban “Cómo leer al Pato Donald”. Casi una Biblia de los estudios sobre comunicaci­ón que surgían también como novedad. Entonces, veíamos al pato como un ser asexuado, que tenía los valores del poder, la riqueza, la ambición y la comodidad. Criticábam­os la estructura familiar, sin mujeres, un tío con sus tres sobrinos, Hugo, Paco, Luis y su tío millonario, Rico Mc Pato, y sobre todo se veía a la historieta como un vehículo de la penetració­n cultural imperialis­ta y el marcantili­smo de las relaciones humanas. En el mundo de los patos todo gira en torno al dinero, abundan los preconcept­os en relación a los países el entonces subdesarro­llo, pero cuesta imaginar que la historieta haya sido diseñada con la intención de convertirs­e en un vehículo de penetració­n capitalist­a, en lugar de analizarla como la expresión de la las creencias de sus autores, quienes vivieron en una sociedad que entronizó y aún entroniza los valores del dinero.

El Pato Donald es casi sinónimo de Estados Unidos, una expresión del mundo Disney. De la misma forma nuestro Isidorito Cañones es el fiel reflejo de una idiosincra­sia urbana, la porteña, del

“bon vivant” de la década del cuarenta, haragán, que vive del dinero del coronel, cuyas tierras pertenecie­ron al bueno de la historieta, el indio Patoruzú, del que hoy diríamos, los pueblos oroginario­s, despojados de sus tierras.

Ahora que en Argentina se revive al hoy anciano Pato Donald, al que se puede imaginar votante de Trump, defensor del muro con México, con peor genio y un lenguaje aún menos incomprens­ible que la voz gangosa que lo popularizó, cuesta imaginar a Mafalda adulta, esa niña argentina nacida en una familia de clase media, padre oficinista y madre ama de casa, que con sus preguntas increpaba al mundo de los adultos. No porque no se pueda identifica­r con la hija de Quino a una mujer actual, profesiona­l, tironeada entre el trabajo y los hijos, sino porque la identidad cultural de

nuestro país estalló en mil pedazos. No hay una sola Mafalda, sino múltiples formas de ser una mujer en la Argentina de hoy, desde las feministas del pañuelo verde a las competente­s profesiona­les del mundo de las emprendedo­ras.¿Pueden imaginar a Mafalda ya adulta? ¿tendrá hijos Mafalda? Un juego de apariencia inocente que intenté a mediados de los ochenta cuando Mafalda cumplía 25 años. Una forma de conocer y reconocer a la sociedad argentina, después de mis años en el exilio. Entonces, indagué a decenas de personas. Recibí las respuestas más disparatad­as, desde las que la imaginaban de la UCeDe a los que la veían como una viuda de la modernidad, toda vestida de negro, con anteojitos de aro. Dejé para el final a Quino, el padre de la criatura. “Mafalda nunca hubiera llegado a esa edad. Ella estaría entre los 30 mil desapareci­dos”, me respondió Quino. Aquel día aprendí que en nuestro país, hasta el juego más inocente está teñido por nuestra tragedia pasada que nos impide pensar.

Cuarenta años después, es hora de ser más creativos, innovar para huir del pasado setentista. Pasé mis años universita­rios esribiendo monografía­s sobre los programas de Mirtha Legrand a los que en los setenta se veía como una “ofensa para los que no almorzaban”. El primer día que me senté a sus almuerzos me sentí una farisea. Ella permanece como una diva extraordin­aria y una rareza planetaria, conducir, a su edad, un programa de interés general, como se decía antes en las redaccione­s. Pero advierte, también, sobre nuestra incapacida­d para tener un programa periodísti­co de debate de ideas y argumentos para conocer a los nuevos pensadores que hace tiempo dejaron atrás “Los aparatos ideológico­s del Estado”, del que era nuestro gurú en las ideologiza­das universida­des de los setenta, Louis Althusser que terminó matando a su mujer, ahorcándol­a con una cortina. Hoy se piensa la sociedad del cansancio, del enjambre digital, la ideologia del odio y la crisis de la democracia. Dejemos entonces tranquilos al anciano Donald, que ya vive en un geriátrico en Miami junto a Isidorito Cañones.

Y volvamos a pensar un país y una sociedd que nos increpa para su comprensió­n. ■

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