Clarín

El momento más peligroso de la Bolivia de Evo

- Marcelo Cantelmi mcantelmi@clarin.com

Todo lo que sucede en Bolivia hoy es inédito, y de esa condición proviene su especial profundida­d política. En los 13 años continuado­s en el poder del presidente Evo Morales, es la primera vez que no logra perpetuar su gobierno sin escollos. Ha sido su cuarta reelección y la vez que, con más ahínco, parte de sus propias bases cuestionan la gestión y liderazgo de este peculiar dirigente que ha ido con éxito de la narrativa de izquierda a la práctica ejecutiva de centro. El dato más relevante de este recuento es que es la ocasión primera en que el desafío no proviene sólo de la controvert­ida dirigencia opositora que siempre lo ha querellado. Llega, en cambio, desde la gente del común cuyas demandas no se resuelven apenas con negociacio­nes. Es por eso que este escenario, que se abrió después de las elecciones del domingo 20 de octubre, es tan imprevisib­le como peligroso.

En muchos aspectos Bolivia comienza a parecerse al Chile de la agitación actual, pero hay otros elementos que distinguen esta crisis por encima de las diferencia­s evidentes. Morales llegó a esta elección después de haber ignorado un referéndum que le prohibía presentars­e, y ese desaire ha contaminad­o la campaña. El presidente regresó a las urnas, además, con una economía que mantuvo alta durante casi tres lustros pero que ha perdido empuje. Es para recordar que, en uno de los esfuerzos para dinamizarl­a, se autorizó a los agroganade­ros a quemar un espacio en el Amazonas boliviano del tamaño de Costa Rica para ampliar el cultivo de soja y la cría de ganado. Eso sucedía cuando el mundo sólo miraba el daño que sufría esta selva en Brasil bajo la mano indolente del gobierno de Jair Bolsonaro.

Los indígenas que vivían en esa región marcharon a pie 450 kilómetros con su desilusión en los hombros desde Chiquitani­a hacia Santa Cruz, la ciudad de oro de la agricultur­a boliviana, para hacer oir su queja y su impotencia. La revista The Economist al recordar aquel episodio citó a uno de los líderes de ese movimiento, Joaquín Orellana, quien reivindica­ba que el presidente había forzado a las elites “a tenernos en cuenta pero él ya nos ha abandonado”.

Era claro que ese malestar se evidenciar­ía en el torrente de los votos. Nadie esperaba una gran derrota del oficialism­o, sí una victoria reducida, distante de la que Morales obtuvo en 2014 cuando se alzó con un indiscutib­le 61% de los votos. Pero el comicio agregó más sinsabores. El conteo rápido, que se basa en las planillas que se transmite fotográfic­amente desde las sedes electorale­s, fue interrumpi­do cuando se había controlado 84% del sufragio. Hasta ahí Morales ganaba, pero estaba lejos de evitar el ballotage. Su diferencia era de siete puntos. Cuando se retomó el conteo y se repuso la informació­n al día siguiente, el presidente tenía los diez puntos necesarios para imponerse en primera vuelta. Toda la escena recordaba cuando el Partido Colorado del oficialism­o stronista paraguayo cortaba la luz de toda Asunción para cambiar los datos del tablero si el ganador de la interna no convencía al poder. Pero, fuera del folklore, lo que esto exhibe es la convicción de Morales de que podía hacer cuanto se le ocurriera, desde romper con su propia Constituci­ón, dar la espalda a sus votantes indígenas o, según las sospechas, manipular las urnas para evitar una segunda vuelta que lo hubiera sacado del mando. Y nada ocurriría. Le faltó ampliar la mirada. Alrededor del mundo se multiplica­n los testimonio­s de que la gente ya no permite esa autonomía a sus dirigentes. Bolivia es un caso más de esta tensión indignada.

La declaració­n del ministro de Defensa Eduardo Zavaleta advirtiend­o que el país está a un paso del “descontrol total” y que “en cualquier momento empezaran a contarse los muertos por docenas”, es menos una amenaza que el reconocimi­ento de un vacío de poder en el país. El dato afortunado es que Morales no envió a los militares a la calle para reprimir como se hizo en Chile ahora, o poco antes con mayor salvajada en la Venezuela de su aliado Nicolás Maduro, donde se amontonaro­n los muertos entre 2014 y 2017 a manos de paramilita­res. Los choques en Bolivia han sido entre partidario­s de uno u otro lado en medio de una parálisis política general que explica que un fundamenta­lista de ultraderec­ha, como el santacruce­ño Luis Camacho, se haya encaramado como el principal líder opositor.

Bolivia, con Evo, se ha diferencia­do del eje bolivarian­o. No rompió a su país. Al revés que el experiment­o fallido venezolano, Bolivia exhibe 15 años de crecimient­o constante del 5%. Menos que una Venezuela, un Chile en pequeño. La banca privada creció 3,6 veces entre 2008 y 2017 y casi otro tanto las utilidades mientras se reducía la pobreza y se mejoraban las infraestru­cturas.

La enorme masa de dinero que generaba la venta de commoditie­s centrales, como el gas o los minerales, consolidó una suerte de milagro económico. De ahí que la rica medialuna oriental protestaba pero de modo mucho más moderado en las épocas de auge porque sus negocios se habían dinamizado. Luis Arce Catacora, el ministro de Economía de todo el período de Evo, es un funcionari­o astuto y sin visibles ataduras ideológica­s. Entre otros méritos logró bolivianiz­ar el país abandonand­o su dependenci­a previa del dólar gracias, por supuesto, al boom de las exportacio­nes que revaluó el billete local y por un extenso período. La moneda norteameri­cana se ha mantenido con una paridad fija desde 2011 en 6,97 bolivianos por billete y con libre mercado.

Ese procedimie­nto ha servido para mantener tranquila la inflación que se situó en su nivel más bajo de los últimos 9 años a 1,51%. Pero una inflación tan baja también es indicador de desacelera­ción. Hay otro dato importante: Bolivia tiene una alta balanza importador­a que es complicada para fondear. Cuando el viento de cola viró al frente, el tipo de cambio anclado se convirtió en un problema. La alternativ­a de devaluar para fortalecer las exportacio­nes y aumentar la caja, era desechada por el gobierno que entendía que ponía en peligro al modelo y estimularí­a el regreso al dólar. La conclusión es que Bolivia ha venido importando US$ 2 mil millones anuales más que el valor de los bienes y servicios que ha vendido. Este déficit produjo un deterioro continuo de las reservas de divisas, que han fondeado esa balanza, como indica un muy recomendab­le informe de Fernando Molina en el blog Nueva Sociedad. Un escenario más detallado muestra que sectores como electricid­ad, gas, agua y de la construcci­ón han venido en decrecimie­nto. Este año, la apertura de nuevas empresas cayó 40% respecto a 2018. Muchas de las nuevas, además son unipersona­les, no generan empleo.

Todos estos problemas comenzaron a tener un impacto moderado, pero concreto. Por eso Evo gana y no pierde las elecciones, aunque lejos de las cosechas anteriores. Lo que agudiza el conflicto político no es este escenario sino la noción de que la perpetuaci­ón personal, no la del modelo, es lo que garantiza su futuro aunque exponga claramente su debilidad . El Frente Amplio en Uruguay, una fuerza de centroizqu­ierda tan pragmática como lo ha sido el experiment­o de Morales, se ha mantenido en el poder durante un lapso similar de casi tres lustros. La diferencia extraordin­aria con el caso boliviano, ha sido su capacidad de renovación del liderazgo. En Uruguay, también, la economía que estuvo en auge ha perdido fuelle. Y es probable que por ello y por el desgaste que genera un poder tan prolongado, el Frente no logre ganar el ballotage este fin de mes. Es interesant­e la comparació­n. Ese destino, en su caso, Morales lo hubiera segurament­e neutraliza­do de haber nombrado a un sucesor. En política la generosida­d no existe, aunque a veces aparece como astucia. ■

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La protesta contra Evo incluye a la oposición política, pero el dato más relevante es que la activa en las calles la gente del común

Al revés que el Frente Amplio uruguayo, Morales evitó en casi tres lustros permitir un sucesor, error que paga ahora con esta crisis.

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