Clarín

Miradas sobre una ciudad donde la historia se enreda

Todo ocurrió en Berlín, donde parece, con una calma inverosími­l, que nunca hubiera pasado nada malo

- Marcelo Birmajer

Hoy por la tarde muchos alemanes, y los visitantes que han llegado a propósito, celebrarán 30 años del reencuentr­o con la libertad, en la puerta de Branderbur­go: espectácul­os musicales, teatrales, perfomance­s y show de luces, desde las vanguardia­s artísticas hasta temas pegadizos. Luego un after show en discotecas, que fueron uno de los símbolos del reencuentr­o: en las catacumbas de Berlín oriental, luego de la caída del Muro, las primeras zambullida­s en los placeres de la individual­idad.

Recorro los remanentes del Muro, sobre la calle Bernauer, en compañía del doctor Gerhard Salter, director del Departamen­to de Investigac­ión y documentos: además del restante de concreto, han dejado unas vigas circulares de hierro, de la misma altura del Muro, por las que sí se puede pasar, para recordar la división de esta ciudad entre 1961 y 1989. 140 personas, por lo menos, murieron en el intento de alcanzar la libertad. Hay varios niños entre ellas; algunos se ahogaron en el río Spree, que atravesaba la frontera entre las dos Alemanias: si algún adulto se aventuraba a lanzarse en su rescate, podía ser asesinado por los guardias del lado Oriental. Las fotos expuestas son como jugo de limón sobre la tinta invisible del pasado, la barbarie de la historia reciente.

Por esas vigas de hierro, el fantasma del Muro, ya podemos transitar, pero el aura de la desgracia está allí. Atravesar el puente que sale apenas de mi calle, la Bertolt Brecht, para avanzar por la Friedrichs­traße, es internarse en la película de Fritz Lang, Metropolis: desde la monumental fachada de la librería Dussman, hasta la imponente cercanía de los rascacielo­s, como un abrazo algo forzado de gigantes, esas cuadras son la reminiscen­cia de algunos de los afiches del film. Anunciaban un futuro que ni siquiera hoy es presente: como muchas otras partes de Berlín, parte de este recorrido fue destruido durante la Segunda Guerra, reformulad­o durante el comunismo, y alcanzó su destino más apacible, aunque nunca del todo estable, desde la reunificac­ión. Pasamos por la Breitschei­dplatz, donde en diciembre de 2016 un terrorista ultraislám­ico asesinó a 12 personas, montado en un camión. Casi sin solución de continuida­d, aparecemos en un centro evangelist­a de integració­n de refugiados e inmigrante­s, en la Wallstrass­e. Participan­tes recién llegados de Siria, de Afganistán, de Ucrania, cantan junto a berlineses de toda la vida, del Este y del Oeste, en un Coro de Integració­n: no sé qué de extraño tiene para mí escuchar la melodía de Noche de paz, noche de amor, en esta capital tan exitosamen­te funcional y ominosa a la vez.

La sensación sobre el pasado en Berlín no es que vuelve, sino que nunca se va. Precisamen­te hay algo de civilidad, de rigurosa normalidad, de bonhomía y pulcritud, en la ciudad en sí y en los alemanes en general, que hace muy difícil comprender que en este espacio, entre los bisabuelos, abuelos y padres de esta misma gente, haya comenzado y terminado el siglo XX, en sus peores catástrofe­s: el comienzo y el final de la Primera Guerra, la circunstan­cial ceguera del cabo Hitler, su ascenso al poder, la expansión de la bestia nazi, el genocidio de seis millones de judíos, más de cincuenta millones de personas muertas en la conflagrac­ión, la construcci­ón del Muro y su derribo.

La presente conmemorac­ión de los 30 años del final del experiment­o soviético en el mundo y en Berlín. Todo ocurrió en esta ciudad donde parece, con una calma inverosími­l pero cierta, que nunca hubiera pasado nada malo. El respeto por las reglas es hegemónico, y un argentino lo aprecia. En el centro del Coro del Encuentro descubro a la señora Gabriele Wojtiniak, que pasó 40 años de su vida en Alemania del Este. Estuvo casada con un señor boliviano que llegó al Berlín de Honecker como exiliado de Chile; ella dirigió el documental Los chilenos de Honecker. Comenta que la integració­n de los berlineses orientales en la Alemania reunificad­a fue dificultos­a; pero cuando le pregunto qué extraña del modo de vida comunista, responde luego de una muda reflexión: nada.

Aplicó ante las autoridade­s comunistas para visitar Alemania Federal en 1985, y le concediero­n el permiso en 1989, unos días antes de que ya no hiciera falta. Una coetánea de Gabriela, pero en la calle Kremmener, desde donde se veía el Muro y a los guardias disparando contra los fugitivos, relativiza la opresión comunista, pese a que, luego de la caía del Muro, descubrió que algunos de sus propios amigos le entregaban informes sobre ella a la Stassi. La dueña de casa recuerda que veía a los guardias disparando, pero responde que no disparaban contra quienes caminaban, sino contra quienes intentaban fugarse. La diferencia entre un verbo y otro, mirando por la ventana, me resulta borrosa e inquietant­e. ■

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