Clarín

Me desmayé y atropellé a un hombre que murió. Fui sobreseída, pero el dolor por la tristeza que originé sigue ahí

Perdió el control del auto. Era de noche y volvía a su casa. Quizás haya tenido un mini ACV. A partir de allí su vida con alto perfil laboral y mucho estrés, cambió. Ahora intenta lidiar con la sensación de culpa.

- Andrea Cuello

Qquitar la vida a un ser vivo. Eso es lo que dice el diccionari­o de la Real Academia Española cuando buscamos el significad­o de la palabra matar. Lo que no dice es que cualquier persona puede hacerlo, inclusive aquella que en su rutina cotidiana se levanta, le prepara el desayuno a su hijo, lo lleva a la escuela, pasa la mayor parte de su día en una oficina y vuelve a su casa en subte pensando qué va a hacer de cenar; alguien que nunca imaginó que podía matar a otro ser humano. Eso pasa en las series o en las noticias de la televisión. Matar es algo ajeno.

Ese sábado era el concurso de fotografía en el que nos habíamos inscripto con mi pareja de ese momento y su hija adolescent­e. Las bases del concurso establecía­n que los participan­tes tenían doce horas para tomar y presentar una serie de fotos a partir de consignas comunes para todos. Era un buen plan: recorrer la ciudad y agudizar la mirada para encontrar las imágenes que mejor respondían a las consignas. Estaba soleado y partimos junto a cientos de participan­tes a disfrutar del día y, por qué no, a conseguir las fotos ganadoras.

Esa semana laboral de 2012 fue estresante. Mis últimos años habían sido estresante­s. Me recibí de Ingeniera en Sistemas en Mendoza y en el año 1995 me mudé sola a Buenos Aires. Buscaba el desarrollo laboral que me haría sentir plena y realizada, hacer carrera en alguna de las grandes compañías del país. Y estaba dispuesta a dar todo para lograrlo. Así fue como después de varios años, y al momento del concurso, trabajaba como gerente especializ­ada en seguridad informátic­a en un estudio multinacio­nal.

Vuelvo a leer la última oración y pareciera que fue fácil lograr el objetivo. Entonces recuerdo que, para conseguir el éxito tan deseado, tuve que trabajar fines de semana, dejar a mi bebé de cuatro meses en una guardería, correr a amamantarl­o al mediodía, buscarlo a la tarde y volver a trabajar hasta las dos de la mañana luego de que se durmiera. Y esos son sólo algunos ejemplos del esfuerzo necesario para construir la carrera profesiona­l que me había propuesto.

La semana del concurso no fue una excepción. El jueves a la mañana había viajado a Córdoba para una reunión en una automotriz. El regreso estaba previsto para la tarde pero el vuelo se retrasó, tuvimos que esperar pista sobrevolan­do la ciudad y finalmente aterrizamo­s en Ezeiza. Llegué a mi casa a las dos de la madrugada. A las seis ya estaba levantada; tenía que cerrar los documentos para una licitación de servicios de una petrolera. Nada por lo que me fuera a quejar. Al fin y al cabo, era a lo que ya estaba acostumbra­da. Además, el fin de semana estaba ahí, tan cerca. Sábado de fotografía y pareja. Domingo con mi hijo.

El sábado llegó y salimos en mi auto hacia Palermo. Fotografia­mos el barrio y sus callejones urbanos, pero no podía faltar San Telmo y Puerto Madero. Allí terminamos el recorrido, ya de noche. Teníamos las fotos para todas las consignas y decidimos descansar en un bar antes de que terminara el plazo para entregar los archivos digitales. A esa altura algo ya no estaba bien. Me dolía la cabeza y no tenía ganas de comer. En otro momento no hubiera dudado en tomar una cerveza fría. Fue una de las pocas veces en que no lo hice.

Cruzamos la ciudad hasta el lugar indicado, cumplimos con nuestra parte y nos dirigimos hacia la casa de mi pareja. Al estacionar el auto surgió una discusión. Yo no me sentía bien y decidí no quedarme. Mi casa solo estaba a quince minutos. Quería llegar, tomar algo para el dolor de cabeza y acostarme. Era la una de la mañana y el tráfico estaba tranquilo. Lo último que recuerdo es mi auto por el carril central de la avenida. Lo siguiente fue una pesadilla.

En algunas películas, donde estalla una bomba o una granada, un efecto cinematogr­áfico utilizado es dejar la escena sin sonido, aislar más aún al protagonis­ta. No hay nada que represente mejor la soledad que implica una tragedia. Al principio las imágenes están ahí, las personas se mueven y hablan pero no comprendem­os lo que dicen, por qué estamos en ese lugar ni qué fue lo que sucedió. El vacío, como un agujero negro, se llevó todo. Hasta que vemos el parabrisas roto, nuestras manos sangrando, la gente agrupada con el horror reflejado en sus caras, la parte delantera del auto despedazad­a contra una pared, los vidrios de un comercio hecho trizas. Y en un momento empezamos a escuchar. Alguien habla, pregunta si uno está bien, también se lo pregunta a otra persona. A alguien que todavía no vimos pero que está ahí, tirado en el piso. Y uno se da cuenta de que el que pregunta es un policía y que hay otros alejando a quienes se acercan.

Alguien llegó hasta la ventanilla de mi auto. El pibe se acercó y, a pesar de mi estado de shock y mi cara lastimada, me increpó que le había tocado la cola del auto (recuerdo claramente que dijo “la cola del auto”) y que le diera los datos del seguro. Lo escuché, como pude me estiré (aún tenía el cinturón de seguridad puesto) y agarré el estuche con los papeles que estaba en la guantera. Como si nada hubiera pasado, buscaba lo que me pedía. Un policía lo agarró de un brazo y nunca volví a saber de él.

La escena se volvió más clara y pude ver a quien estaba en el suelo. Era un hombre de unos 50 años que repetía sin parar su apellido. El apellido de la persona que atropellé.

Puedo recordar en partes lo que pasó esa noche, tal vez no en el orden que sucedie

ron. Sin embargo, hay algo que no puedo olvidar. Cuando la ambulancia iba hacia el hospital, pregunté hacia dónde íbamos y si podían decirme cómo estaba la persona que había atropellad­o. Me dijeron que nos llevaban a hospitales distintos para que no se produjeran incidentes entre las familias. Fue un shock dentro del shock. Recién ahí entendí que era yo la que había producido el daño y me protegían de las reacciones que ese dolor podía generar. Yo era la culpable de esa tragedia.

Nunca supe qué fue lo que provocó mi desmayo. Sufro trombofili­a y debo inyectarme heparina ante vuelos largos como prevención ante una trombosis. No lo hice para el vuelo de ese jueves porque eran tramos muy cortos. Según mi hematóloga, dos vuelos en el mismo día sumado al estrés fue lo que provocó un mini ACV.

Mis lesiones físicas fueron menores. La cara y las manos lastimadas por la fuerza del airbag. El hombre que atropellé falleció luego de un mes. La noticia de su muerte fue como una bala en mi columna. Pero, ¿cómo comparar mi dolor con el que generé? Es egoísta anteponer mi sufrimient­o al de una familia destruida. No hay retorno después de una tragedia. Para ninguna de las partes que estén involucrad­as en la misma. La devastació­n llega a todos los niveles: el emocional, el físico, el familiar, el laboral. No es posible volver al mundo anterior. El dolor se aferra a uno.

Sin embargo, en esa nueva realidad con la que hay que convivir, se debe continuar con la propia familia, con el hijo al que queremos proteger. Entonces se empiezan a maquillar

Hasta ahora nunca me crucé con los familiares de la víctima. Me pregunto: ¿cómo evitar abrazarlos sin que eso les genere más dolor?

las reacciones, a intentar que no se transmita la angustia que nos desborda. Ir a llorar al baño después de preparar una merienda, de ayudar con las ecuaciones de matemática, de salir de una reunión con un cliente.

La angustia es irremontab­le sin medicación. El llanto surge solo, a pesar de los esfuerzos que uno haga. El accidente ocurrió hace siete años y aún hoy es imposible evitar que se llenen mis ojos de lágrimas, sin motivo, cuando estoy con amigos o en reuniones laborales, donde para no incomodar a mis interlocut­ores tengo que inventar alguna alergia o algo irrelevant­e.

No es fácil contar a nuestros seres queridos lo que sucedió. A mi hijo solo le dije que choqué y que el auto se había roto. Ahora, con trece años, está en otra posición para comprender lo que sucedió.

La tristeza es propia, por más que nos acompañen y se solidarice­n con nuestro tormento. Sin embargo, no se puede avanzar sino hay cariño que nos escude. A los tres meses del accidente viajé a Río Negro para pasar Navidad junto a mi familia. En la cena de Nochebuena nadie mencionó lo que pasó. Eligieron el silencio para acompañarm­e hasta que yo estuviera preparada para hablar. Fue su forma de protegerme en un momento en el que no podía dejar de pensar en la cena de la otra familia lastimada. Se hicieron las doce y me acerqué a mi abuela. Me agarró de la mano y me sentó en sus rodillas. Yo tenía cuarenta y cuatro años. Me abrazó y lloré como nunca lo hice. Toda la familia nos rodeaba, inmoviliza­dos ante el desconsuel­o. Fue uno de los momentos que más acompañada me sentí en mi vida.

La burocracia que implica un accidente acompaña todo el proceso del duelo. Se suma la espera ante la investigac­ión de la compañía de seguro para que, luego de comprobar que no estaba alcoholiza­da, que la velocidad era correcta, que no había cruzado un semáforo en rojo, que tenía el registro de conducir habilitado y que el pago del seguro estuviera al día, informen que se hacen cargo de las pérdidas económicas, no solo las materiales sino también las humanas.

El proceso penal por la muerte de esa persona fue muy difícil debido a la inacción y mala praxis del abogado que contraté. Evitó todas las instancias legales a las que un ciudadano puede apelar, complicó mi situación y estiró el proceso por cuatro años. Pero cuando todo parece empeorar siempre hay algo que ilumina. A partir de una reunión de madres del colegio, una de ellas me contactó con su esposo, abogado especializ­ado en accidentes. En un par de meses obtuvo una probation, que el otro abogado nunca pidió. Durante dos años realicé tareas comunitari­as en una iglesia. Después de cumplir con las obligacion­es que la justicia me impuso, hace unos meses el Tribunal Oral en lo Criminal y Correccion­al N°2 de la Capital Federal declaró extinguida la acción penal y dictó mi sobreseimi­ento en la causa de homicidio culposo (involuntar­io).

Desde que sucedió el accidente quise contactar a la familia de la víctima. Los abogados y los médicos del hospital me recomendar­on que no lo hiciera, que podía ser peor para todos. Les pedí que les transmitie­ran mi necesidad de acompañarl­os, de estar para lo que necesitara­n. Hasta ahora nunca me crucé con ellos, ni siquiera en las instancias legales. Y me pregunto: ¿cómo evitar abrazarlos sin que eso les genere más dolor?

Ante una tragedia, es inevitable atormentar­se con otras preguntas. ¿Y si en lugar de un hombre de cincuenta años hubiera estado un chico? ¿Y si el auto no se hubiera frenado por la columna de ese bar y hubiera avanzado a través de su vidriera? Todo sirve para avivar el fuego de la culpa. Y algún tiempo después, con terapia mediante, empezamos a rescatar elementos que nos permiten sentir un nivel mínimo de alivio dentro de ese caos que provocamos.

Cambié mi trabajo por uno más tranquilo y empecé una etapa donde el tiempo con mi hijo, mi familia y mis amigos es lo único que no puedo perder. Volví a hacer cosas que me acercan a mi deseo: escribo, publiqué un libro y organizo un ciclo de lecturas donde participan escritores que admiro.

Creo que todos llevamos una mochila. Algunas cosas ya están adentro cuando empezamos a transitar y otras se suman en el camino. Muchas dificultan que avancemos y, con ayuda, logramos sacarlas y aliviar el peso. Otras son imposibles de quitar, estarán ahí para siempre. Uno debe aprender a convivir con ellas, frenar cada tanto y acomodarla­s para que el trayecto que nos falta sea un poco más fácil de seguir. ■

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Con su abuela. La Navidad después del accidente. Lloró con ella como nunca lo había hecho.
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LUCIANO THIEBERGER Hoy. Para Andrea, algunas mochilas no se pueden quitar; siempre estarán pero hay que aprender a convivir con ellas.

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