Los instantes y los días
“No recordamos los días, recordamos los instan
tes”. Con su mirada lúcida y aguda, lo observó Cesare Pavese. Hay que hacer el ejercicio; intentar recordar un día para comprobar que a la memoria no llega esa totalidad de veinticuatro horas sino apenas fragmentos, pequeñas porciones de una jornada, recortadas límpidamente, como si no pertenecieran en verdad a un todo y fueran apenas pinceladas trazadas sobre un lienzo que no es otro que nuestra vida. A veces el recuerdo causa extrañeza, como si nos asomáramos por una ventana indiscreta a espiar una existencia que nos resulta, a la distancia, tan ajena. Asistimos, en virtud de la memoria, a la visión puntual de aquellos que fuimos una vez; imágenes que parecen llegar desde otra dimensión, pero que se presentan tan vívidas que inmediatamente nos transportan en tiempo y espacio, como si los años no hubieran pasado, como si nada hubiera ocurrido entre ese ayer tan lejano y este presente tan rotundo. Y es así como de golpe vuelvo a tener 7 años y bajo un sol irreductible, parada en medio del mar, lanzo al viento el agua que junté con las dos manos sólo para verla caer en forma de gotas que parecen estrellarse contra el azul de un cielo infinito. Y ahí nomás, una década después pero como si fuera en el mismo instante, recibo una rosa y el diploma el día en que termino el bachillerato. Y en una sucesión de memorias se funden años y épocas y hay una tarde de invierno junto a la chimenea de una casa de té, un almuerzo demorado frente al río, una despedida que todavía duele, una nevada imprevista detrás de la ventana de una casa que era abrigo y refugio. Instantes apenas, momentos, la trama de nuestra historia, la vida.