Alberto Fernández enfrenta un dilema que cumple 100 años
En 1919, el pensador Max Weber detectó el choque entre las convicciones y la responsabilidad de los gobernantes. El presidente electo revive ese conflicto.
El jueves, en una declaración pronunciada en Uruguay, adonde viajó para apoyar a uno de los candidatos presidenciales de ese país, Alberto Fernández aseguró que sería un honor para él que Evo Morales, ex mandatario boliviano, cambiara su lugar de asilo de México a la Argentina. La carambola geográfica que implica esa frase no habla sólo de la hiperactividad de Fernández en la política exterior, un área que, por la magnitud y la urgencia de los problemas locales, parecía condenada a convertirse en el último orejón del tarro de la transición. También recuerda un dilema que lleva dando vueltas en la cabeza de los políticos del mundo desde hace justo 100 años.
En 1919, el pensador alemán Max Weber dio una conferencia paradigmática que fue editada con el título “La política como vocación”. En ese texto convertido en clásico, Weber dice que los gobernantes “pueden orientarse mediante la ‘ética de la convicción’ o conforme a la ‘ética de la responsabilidad’”. Weber afirma que los políticos que se guían por sus convicciones creen que las consecuencias indeseadas de sus actos deben imputarse al contexto o a algún poder externo, mientras que quienes se rigen por la ética de la responsabilidad “tienen en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción”. Weber, que hablaba para oponerse al socialismo que ganaba espacio en su país en aquellos años y que dedicó buena parte de su producción intelectual a refutar las ideas de Carlos Marx, refuerza su idea al decir que “cuando las consecuencias de una acción realizada conforme a una ética de la convicción son malas, quien la ejecutó no se siente responsable de ellas, sino que responsabiliza al mundo, a la estupidez de los hombres o a la voluntad de Dios que los hizo así”.
A primera vista, la actividad internacional de los últimos días de Fernández parece encajar en sus convicciones y, más claramente, en las de Cristina Kirchner. El apoyo explícito al Frente Amplio uruguayo, la celebración por la liberación de Lula Da Silva, la condena al golpe contra Evo Morales, la elección del México de Andrés Manuel López Obrador como su primer destino tras la elección y su integración al Grupo de Puebla son signos de ello. Para decirlo de otro modo, a pesar de que prometió en conversaciones privadas y en declaraciones públicas que su Cancillería estaría orientada más que nada a potenciar las ventas de productos argentinos, hasta ahora se dedicó, más que nada, a dejar establecidas sus posiciones políticas.
Los empresarios que hablan con el presidente electo creen que esas ofrendas a los altares progresistas de la región -plantadas incluso en países en que esas ideas políticas están en minoría o encaminadas a ser minoritarias- le permitirán hacer las cuentas de la economía con la mano derecha.
En este punto, es probable que el contexto lo obligue a matizar sus convicciones. Hay que decir “es probable” porque nadie sabe qué economía quiere Fernández. La experiencia histórica no sirve en este caso como ayuda para la predicción, porque la Argentina se encuentra frente a una completa novedad: no existe registro de proyectos kirchneristas sin plata.
Fronteras adentro, Fernández trabaja para modificar la alianza política que le sirvió para ganar las elecciones y convertirla en una alianza diferente que le sea útil para gobernar. En el primer acuerdo tuvo un peso enorme el kirchnerismo, y en el que Fernández quiere construir estarán presentes los gobernadores peronistas y los sindicalistas de la CGT y los empresarios, universos en los que el kirchnerismo siempre fue mirado con desconfianza.
En lo formal, ese plan tiene el aval de aquella frase fundacional de Cristina Kirchner en el video en que enunció la postulación de Alberto. Allí, la futura vicepresidenta dijo que su propio nombre no alcanzaba para convocar las fuerzas necesarias para gobernar. Pero la política excede las formalidades. ¿Logrará Fernández modificar su base de apoyo? Carlos Menem lo hizo a principios de los ‘90 y también lo consiguió Néstor Kirchner cuando desplazó a su mentor Eduardo Duhalde en la primera elección legislativa que se le presentó. Mauricio Macri no quiso, no pudo o no supo hacerlo. En el entorno de Fernández, sobre todo entre sus viejos compinches del peronismo porteño, adelantan que para conocer la respuesta no alcanzará con monitorear los primeros meses de la relación del próximo presidente con Cristina y que habrá que esperar hasta que el oficialismo ingresante arme las listas -sobre todo las listas bonaerenses- de la elección legislativa de 2021.
Una complejidad adicional que agrega la Argentina de hoy a la paradoja que reveló Weber hace cien años es que las convicciones que manifestó el Frente de Todos llegaron rodeadas de una promesa de prosperidad. Pero ocurre que, tras casi ocho años de crisis económica, la expectativa de los votantes de Fernández es alta en relación a los recursos con los que contará el Presidente.
Cuando eso sucede, los gobernantes tienen dos caminos: aumentan los recursos o bajan las expectativas. Macri optó por seguir esta última vía cuando adoptó la etiqueta del gradualismo y terminó tapándose con una manta que quedaba corta de todos los costados. Fernández recibió un aviso inquietante hace pocos días, cuando Juan Grabois advirtió, al decir que “la sociedad argentina tiene mecha corta”, que la expectativa tiene ahora -en el caso de los sectores que representa- el agravante de la urgencia.
Esa frase explica también otro costado de la herencia que recibirá el presidente que llega. Como la crisis avanzó en los últimos años con un ritmo de degradación lento, a diferencia de las avalanchas de 1989 o de 2001, la gestión de Fernández no tendrá de su lado el efecto moderador que benefició a Menem o a Duhalde y Kirchner. En el primer caso, el temor a la hiperinflación de Raúl Alfonsín sirvió como disciplinador, y en el segundo, el recuerdo fresco del caos de la caída de Fernando de la Rúa hizo que incluso mejoras modestas fueran vistas como reformas revolucionarias.
En su conferencia, Weber dejó en claro que, si bien las dos éticas son opuestas, todo gobernante tiene que dejarse contaminar en parte por la que no eligió como vector principal. Lo dice así: “La política consiste en una dura y prolongada penetración a través de tenaces resistencias, para la que se requiere, al mismo tiempo, pasión y mesura. Es completamente cierto, y así lo prueba la Historia, que en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez. Pero para ser capaz de hacer esto no sólo hay que ser un caudillo, sino también un héroe en el sentido más sencillo de la palabra. Incluso aquellos que no son ni lo uno ni lo otro han de armarse desde ahora de esa fortaleza de ánimo que permite soportar la destrucción de todas las esperanzas, si no quieren resultar incapaces de realizar incluso lo que hoy es posible. Sólo quien está seguro de no quebrarse cuando, desde su punto de vista, el mundo se muestra demasiado estúpido o demasiado abyecto para lo que él le ofrece; sólo quien frente a todo esto es capaz de responder con un ‘sin embargo’; sólo un hombre de esta forma construido tiene ‘vocación’ para la política”. En 25 días, Fernández tendrá la oportunidad de confirmar si tiene esa vocación, 100 años después de que ese párrafo fuera enunciado ante un grupo de estudiantes universitarios en Munich. ■
La agenda internacional de Fernández parece encajar en sus convicciones.