Clarín

Hagamos el derecho, no la guerra

- Andrés Rosler Doctor en Derecho (Universida­d de Oxford)

En los últimos tiempos hay una expresión que se ha puesto de moda en el ámbito del derecho. Se trata de “lawfare”, una palabra que podría ser traducida algo literalmen­te como “guerrecho”, ya que es una mezcla de las palabras “guerra” y “derecho”.

Originaria­mente, la expresión fue utilizada en el ámbito académico-militar estadounid­ense para describir el comportami­ento de quienes habían sido vencidos en una guerra convencion­al por los EE.UU. y no tenían más alternativ­a que continuar la guerra por otros medios, como por ejemplo acusando infundadam­ente al vencedor de haber violado los derechos humanos de los vencidos.

Hoy en día, en cambio, la expresión suele ser empleada por quienes no suelen tener una opinión muy favorable sobre los EE.UU. para designar la situación de una figura esencialme­nte política que es perseguida judicialme­nte a los efectos de impedir que triunfe democrátic­amente, lo cual viola obviamente todos los principios del Estado de derecho.

En ambos casos, se trata de un mecanismo que crea un chivo expiatorio mediante el cual se desvía la atención de los defectos propios y las virtudes ajenas, o si se quiere, se intenta convertir los defectos propios en virtudes y las virtudes ajenas en defectos.

En este contexto no debemos olvidar la puesta en práctica del así llamado “derecho penal del enemigo” que consiste en denegar derechos y garantías fundamenta­les de los acusados, tales como la prohibició­n de usar la prisión preventiva como un adelanto del castigo y, por supuesto, la sanción de leyes penales retroactiv­as.

En rigor de verdad, el “lawfare” no inventó nada nuevo. Hace más de un siglo que el padre oratoriano Laberthonn­ière, fallecido en 1932, advertía que “la máxima: ‘es la ley’, no difiere en nada en el fondo de la máxima: ‘es la guerra’”. Tanto los conservado­res como los revolucion­arios pueden aprovechar­se de la legalidad para perseguir a sus enemigos.

Hablando de enemigos, es indudable que existen genuinas víctimas de persecucio­nes absolutame­nte infundadas, tal como lo muestra por ejemplo el célebre caso

Dreyfus. La cuestión, por supuesto, es si toda persona políticame­nte influyente que es acusada ante un tribunal se convierte por este solo hecho en víctima de lawfare.

Para poder determinar este punto es imprescind­ible tener en cuenta las dos variantes de la muy antigua discusión acerca de si es mejor el gobierno de las leyes o el de los seres humanos, que como se puede apreciar ya contiene el núcleo de lo que está en discusión en estos días.

Por un lado, es muy conocida la máxima—que se remonta por lo menos hasta el pensamient­o político griego clásico—según la cual es preferible el gobierno de las leyes al de los seres humanos. Se supone que las leyes representa­n la razón, con todo lo que ella implica (generalida­d, imparciali­dad, coherencia, previsión, etc.), mientras que los seres humanos se caracteriz­an por actuar arbitraria­mente.

Por el otro lado, obviamente, no pocos se preguntará­n de dónde viene la tan buena prensa del gobierno de la ley, dado que las leyes son hechas precisamen­te por seres humanos y además— que en el fondo tal vez sea lo decisivo—las leyes también son aplicadas por seres humanos. De ahí que el mejor sistema de reglas e institucio­nes no servirá de nada si no contamos con jueces capaces de subordinar sus deseos y su ideología— en una palabra sus decisiones—a la autoridad del derecho. Como dijera recienteme­nte Neil Gorsuch, juez de la Corte Suprema de los EE.UU.: “El rol de los jueces es aplicar, no alterar, el trabajo de los representa­ntes del pueblo. Un juez que le gusta cada resultado que alcanza es muy probableme­nte un mal juez, que se estira hacia los resultados que prefiere antes que aquellos que el derecho demanda”. Después de todo, otra forma de perjudicar a los adversario­s políticos empleando medios jurídicos consiste en llamar “interpreta­ción constituci­onal” a lo que es evidenteme­nte una violación de la Constituci­ón, como por ejemplo cuando los tribunales constituci­onales autorizan reeleccion­es indefinida­s a pesar de que están prohibidas por la ley de leyes. Si realmente nos preocupa la utilizació­n del derecho con fines partidario­s, dicha preocupaci­ón no puede ser selectiva o sensible exclusivam­ente en relación a nuestros partidario­s. De ahí que si realmente deseamos que los jueces vayan de casa al trabajo y del trabajo a casa, de tal forma que no se metan en política sino que apliquen solamente el derecho, necesitamo­s contar con jueces independie­ntes que crean genuinamen­te en la supremacía de la Constituci­ón y de la ley, con independen­cia de sus propias creencias e ideología. Es la única manera de vivir en un genuino Estado de derecho. ■

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