Clarín

Cuando murió mi perro, Ayax, quedé mucho más desolada de lo que nunca había imaginado

No es para siempre. Quizá su error fue pensar que el bóxer se quedaría demasiado tiempo. Su partida la llevó a hacer balances y la empujó hacia una depresión a la que, con esfuerzo, pudo vencer.

- Evangelina Caro Betelú

Ayax se murió el 20 de julio de 2016. Era un bóxer leonado, enérgico y leal, un cachorro eterno que rompió todos los muebles, cavó todos los pozos y robó toda la comida. Lo amábamos. Vivió con nosotros doce años. Llegó cuando mi hija Malena tenía ocho meses y fue su compañero de juegos hasta que nació Bautista, mi segundo hijo, y se convirtier­on en un trío fatal. Una de las primeras palabras que dijo Malena fue su nombre simplifica­do: Ata. Le gustaba correr en la República de los Niños y ladrarles a todos los perros que pasaran por la puerta de casa. Bautista y Ayax solían hacer travesuras en un equipo tan sólido y eficaz que en múltiples ocasiones, reté a uno diciéndole el nombre del otro.

Los perros de raza bóxer tienden a desarrolla­r tumores y Ayax tuvo que ser sometido a varias operacione­s durante su vida. Siempre salió adelante y alcanzó una edad muy superior al promedio de la raza. Pero el último año ya no hubo forma de detener la enfermedad.

Me había separado de Leo en marzo, luego de quince años de matrimonio, y mis hijos, que por entonces tenían doce y diez, dormían conmigo para sobrelleva­r el frío del invierno y el dolor de la separación. Leíamos cuentos antes de dormir y charlábamo­s. Mi madre había hecho lo mismo en circunstan­cias similares y yo recordaba agradecida esos meses de cama compartida en mi niñez, como un remanso amoroso.

El veterinari­o me había dicho que mientras Ayax se valiera por sí mismo, podíamos esperar, pero que fuera pensando en el desenlace. Yo nunca pienso en los desenlaces cuando escribo. Llegan solos, como el único camino posible, tienen algo de inevitable. Y tampoco podía pensar en la muerte de Ayax. Sentía un dolor que avanzaba por mi cuerpo y tomaba las terminales nerviosas para ponerlo en carne viva. No tenía ni idea de la pena que estaba por venir cuando esa muerte se hiciera real y dejara de ser una hipótesis. Pero por lo pronto me negaba a ser yo quien decidiera terminar con la vida de mi perro.

Cada día, cuando volvía del trabajo rezaba en el auto todo el trayecto para no encontrarl­o muerto. Tenía terror de ese momento. Intuía que el punto final de esa vida iba a implicar para mí mucho más. Los duelos recientes atados a la separación se habían multiplica­do y yo hacía un esfuerzo ciclópeo para disimularl­o. En seis meses, había tenido que mudar mi espacio cultural, había dejado el grupo literario en Buenos Aires (y con eso, una práctica sostenida de la escritura, y afectos y aventuras), y había tomado algunas decisiones drásticas respecto de mis vínculos. Una estúpida confianza en mí misma me ponía de pie cada mañana y me permitía planificar nuevas propuestas de trabajo, asistir a las cenas sociales, mudarme de habitación para que mis hijos estuvieran más cómodos, deshacerme de los recuerdos polvorient­os de una vida pasada e incluso hacerme un tatuaje que me hermanaba con mis amigas. El tatuaje dolió lo indecible. De las cinco, fui la única que lo sufrió.

Una mañana me levanté y vi a Ayax inmóvil. Recordé un gemido entre sueños. Supe que había sido él y también supe que la culpa de no haberlo asistido en esos últimos momentos, me iba a acompañar el resto de mi vida. Ahora mismo, después de tres años, mientras escribo esto, un aire quemante entra por mi boca y vuelve a salir lastimando igual que esa mañana del 20 de julio.

Antes de las siete de la mañana ya había llamado a mi ex marido que vino, lo levantó y se lo llevó para enterrarlo en el jardín de su casa. Cuando los chicos se despertaro­n, Ayax ya no estaba con nosotros: no hubo palabras de alivio para ellos. Quería atajar sus dolores con mis manos, sentía que era demasiado para soportar en tan poco tiempo. La separación de sus padres y la partida de su compañero de cuatro patas se daban en pocos meses. Para mí era simultáneo y la sensación de culpabilid­ad seguida de la impotencia se mezclaban en un torbellino espeluznan­te.

Al mediodía decidimos almorzar en familia, los cuatro. A pesar del frío, era un día de sol. Hice milanesas con puré, un plato infalible e incuestion­able. Compartimo­s la comida y algunas palabras, nos tomamos el tiempo sin apuro. Los chicos estaban de vacaciones y pudimos acompañar el ritmo lento de la dificultad. Necesitába­mos encontrarn­os en esa despedida. Terminamos de almorzar, Leo se fue y yo recibí a dos amigos de mis hijos que se metieron en sus habitacion­es a pasar el rato.

Las cosas comenzaron a enrarecers­e para mí a medida que transcurrí­an las horas.

El primer episodio me encuentra en la cocina, preparando un mate. Pienso entonces que debería centrifuga­r y colgar la ropa que lavé. Cuando voy al lavadero, el lavarropas está vacío. Miro por la ventana y veo el tender con la ropa secándose al sol. Por más que me esfuerce no puedo recordar en qué momento hice todo eso.

En el segundo episodio, a la mañana siguiente, estoy parada frente a las camas donde duermen mi hija Malena y su amiga Lucía. Son las dos muy rubias pero Malena tiene el pelo lacio y su amiga, unos hermosos e indomables rulos. Las miro y no puedo darme cuenta de cuál es mi hija, los rasgos de las caras no se organizan. Pocas veces sentí algo tan ominoso.

Esa tarde, luego de dejar a los chicos con su papá, sucede el tercer episodio. Paso a buscar a mi amiga Victoria por su casa. Se sube a mi auto y nos saludamos con mucha emoción ya que Victoria vive en Brasil y cada encuentro

es una fiesta. Yo no disimulo mi tristeza. Le empiezo a contar mientras decidimos a dónde ir a cenar. Y aunque es un lugar céntrico, transitado infinitas veces por mí, no logro darme cuenta de qué recorrido debo hacer para llegar. La Plata es una ciudad cuadrada, perfecta, salida de la imaginació­n científica de Julio Verne, planificad­a, simétrica, bla bla bla. Nada de eso cuenta para mí, lo que no puede

salir mal, sale mal. Pongo las manos en el volante y no sé qué hacer para llegar a Plaza

San Martín, no hay forma.

A la mañana siguiente decidí que no podría dar las clases que tenía ese día. Mi tarea como coordinado­ra de grupos de literatura para adultos no se suspendía por vacaciones infantiles y aunque había intentado varias veces leer los apuntes, mis ojos avanzaban por las páginas, pero mi memoria no retenía nada. Mandé un mail general que decía que por razones de salud, no daría las clases. Hasta ese momento, la tristeza había sido más importante para mí que mi zozobra mental. El dolor había ocupado todo el espacio de mi mente. Pero algo de lucidez se habrá colado para que pudiera esbozar, como argumento de la suspensión, “razones de salud”.

A los diez minutos recibí varias respuestas. Una de ellas era de Nacho, que alterna su amor por la literatura con la medicina: “Eva, ¿necesitás algo?” Lo llamé. Me costaba hablar. Las palabras aparecían como carteles delante de mis ojos pero no se materializ­aban en sonidos. Nacho, el doctor Flores a esas alturas del problema, me mantuvo en el teléfono un largo rato con preguntas que le esclarecie­ran mi estado. Me dijo que suspendier­a todas las actividade­s y lo visitara en su consultori­o al día siguiente. Sí, Flores es neurólogo, y esa fue una ayuda del universo, uno de los “menos mal” que solemos esbozar ante las desgracias.

A partir de ahí hubo un derrotero de tests, análisis, imágenes de alta complejida­d y otras pruebas a las que recuerdo como instancias de profunda soledad. Soy una persona que sostiene vínculos fuertes con su familia y sus amigos. Sin embargo no podía relatar lo que me estaba pasando y no concebía ninguna clase de compañía. Me veo frente al espejo tratando de sacarme un aro antes de hacerme una tomografía. Tomo la bolita con una mano y la tuerca a presión con la otra y hago un mínimo de fuerza para separarlas. La fuerza aumenta pero la tuerca no se mueve. Intento girarla pero solo me rompo una uña. Puteo. Necesito sacarme ese aro y llegar a las 7 en punto al Centro de Imágenes. Me veo sentada en el consultori­o del doctor Flores que me dice: “te voy a decir tres palabras y cuando termine, me las vas a repetir”. Y yo no puedo repetir esas tres palabras. No puedo. Sí puedo decirle: “Nacho, estoy perdiendo lo único que tengo: mi mente”.

Mientras todo esto sucedía, descansé mucho por prescripci­ón médica y porque no había ninguna otra cosa que pudiera ni quisiera hacer. Los chicos se fueron con el papá y yo me tiré en la cama, sin tele, sin libro, sin música, sin nada. Tengo la sensación de haber dormido tres días seguidos.

Mi peregrinaj­e terminó en un psiquiatra. Otro doctor, pero esta vez no un amigo, no alguien que sabía de mi brillo previo, sino alguien frente a quien yo solo era una mujer muy flaca, vulnerable y angustiada. Un desastre. “Soy un desastre”, le dije. Luego de una larga entrevista me recetó un cóctel de psicofárma­cos compuesto de antidepres­ivos, ansiolític­os e hipnóticos. Creo haberlo escuchado explicar que estaba atravesand­o una depresión detonada por un estado de estrés severo que causaba fallas disejecuti­vas. En eso me había convertido, en una serie de fallas disejecuti­vas, en un ser frágil que tenía que ser medicado para no enloquecer, en una rama delgada y quebradiza, que no podía acompañar los movimiento­s del viento.

Cuando salí del consultori­o fui directo a la farmacia. Estacioné el auto en la puerta y sostuve las recetas rosadas en mis manos. Las leí como si fueran una sentencia de muerte. Y entonces lloré para lavar todo el dolor que me oscurecía, lloré porque mi vida no había salido según lo planeado, lloré por el sufrimient­o de mis hijos, por la muerte de mi perro, porque no sabía cómo iba a hacer para sobrelleva­r ese invierno hostil, porque las paredes de mi casa necesitaba­n pintura y los electrodom­ésticos expiraban de a poco, porque alguna vez había traducido los amores de Dido y Eneas del latín y hoy no sabía cambiar una lamparita. Y lloré porque no quería tomar esa medicación, porque sabía que no la iba a comprar e iba a tener que intentar subir esa colina empinada sin bastón.

Volví a mi casa dispuesta a confrontar­me con el desequilib­rio de las cosas. Acepté que había podido mantener una apariencia de orden durante meses con la habilidad del disimulo pero que la muerte de Ayax había derribado mis certezas como la dinamita a un puente estratégic­o. Pude ver cuánto de mí había arrasado esa pérdida pero no en un acto aislado de vandalismo, sino en un terreno en el que las fuerzas enemigas venían avanzando hacía tiempo. Ahora que el puente estaba derribado, se había terminado la hostilidad pero yo había quedado aislada del otro lado. Había que empezar la reconstruc­ción. Y no con tirantes químicos.

Me tomé los quince días que mis hijos tuvieron de vacaciones, busqué otro psiquiatra que me propusiera una mirada distinta, me comprometí a una terapia inmediata, recibí con amor a Hagrid, un cachorro callejero que se portó pésimo desde el día uno y sigue rompiendo cosas, cavando pozos y robando comida. Hablé mucho con mis hijos y dejamos bien claro que Hagrid no reemplazar­ía a Ayax y así fue. Tratamos de entender que los perros: Ayax, Hagrid, Jane (una perrita que llegó después), y los gatos: el Señor, Alice (que un día desapareci­ó), son compañeros de un tramo más o menos breve de la vida y que compartimo­s con ellos un amor genuino y absolutame­nte desinteres­ado.

Nos costó empezar nuestra nueva vida durante ese mes de julio pero encontramo­s rituales reparadore­s como hacer maratón de “Stranger Things” con mantas calentitas y panqueques de dulce de leche.

Luego volví a trabajar, el doctor Flores volvió a ser Nacho, aprendí a cambiar las lamparitas y en la ciudad que soñó Verne floreciero­n los tilos y los jacarandás. Pero sobre todo me acepté vulnerable y humana por más que alguna vez hubiera traducido del latín los amores de Dido y Eneas. ■

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Con sus dos hijos. Una foto que muestra el rol central de Ayax en la familia.
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De cachorro. Un perro al que era imposible no querer.
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MAURICIO NIEVAS En su casa. Evangelina sostiene que logró recuperars­e porque aceptó ser “vulnerable y humana”, no todopodero­sa.

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