Los insufribles que se pasean por la vida
Hace tiempo que, en aras de la convivencia, estas pasiones no se ocupan de los insufribles, esas gentes que nacieron, se criaron y se perfeccionaron para joder al prójimo, y que pasean tan campantes por nuestras vidas, dan de comer a las palomas y acarician la cabeza de los niños. El insufrible nace, no se hace. Y una pasión de los insufribles es la de considerarse excepción a cualquier regla que le incomode, mientras exige que todo el mundo las cumpla. Hace ya muchos años, en su lecho de hospital porque un toro le había sacudido tremenda cornada en el muslo derecho, el famoso diestro Manuel Benítez, “El Cordobés”, me contó que en los años del franquismo quiso incursionar en política porque tenía un plan para salvar a España: “Aquí, tó mundo tiene que pagá su impuestos, del primero al úrtimo. Meno ió, poque a mí tó me ha costado mucho. Yo fui un chiquillo mu pobre, ¿sabe tu?”. Bueno, eso. El insufrible quiere estacionar donde está prohibido porque tiene un permiso que lo habilita, quiere zafar del control de alcoholemia porque está tomando un medicamento que contiene una miguita de, no paga la multa porque “nunca me llegó”, niega la evidencia porque “esa no es mi firma” o miente con ojos de carnero degollado: “Yo qué sabía que no se podía…”; tira papeles en el suelo porque los suyos son ecológicos, pasa con luz roja porque la urgencia es de vida o muerte, es impuntual pero por dos minutitos, o por cinco; en suma, se olvidó, se traspapeló, se perdió; se nefrega en todo pero porque “amo la libertad”. Son plaga, y en aumento. Puede que sea un poquitín de esquizofrenia: para eso hay cura. Pero si es hipocresía, es insanable.