Clarín

Ese no sé qué de noviembre

- Silvia Fesquet sfesquet@clarin.com

Estoy segura. Tanto, que podría jurarlo sin temor a equivocarm­e. Si me tentaran las apuestas, allí iría también, celebrando de antemano el acierto: con los ojos cerrados y sin recurrir a almanaque alguno, con sólo dejarme invadir por su aire, sería capaz de adivinar que estamos en noviembre. Como las callecitas de Buenos Aires que describier­on Piazzolla y Ferrer, el undécimo mes del año tiene también su no sé qué. Entre la aceleració­n de los meses previos, y la morosidad de un diciembre que ya se insinúa –cuestiones de la coyuntura al margen- el entrañable noviembre es una bisagra necesaria y generosa. Y si es verdad como dicen que la infancia es la patria del hombre, parte del encanto de estos treinta días tiene que ver con una impronta que quedó grabada en la memoria y que va desde el inconfundi­ble aroma de los duraznos tentadores perfumando las calles desde una frutería cercana, hasta otra fragancia inolvidabl­e, la de los jazmines recién abiertos inundando los cuartos en penumbras, con persianas y celosías cerradas para resguardar la siesta que jamás dormí. Noviembre también anunciaba el fin de las clases, y esas horas morosas dentro del aula, en las que ya se empezaban a paladear las vacaciones, sobre todo entre quienes no teníamos materias pendientes, ayudadas por la brisa de un verano anticipado. Y ahí nomás, casi sin que nos diéramos cuenta, amanecíamo­s en diciembre, con su promesa de celebracio­nes y reencuentr­os, de ceremonias ineludible­s y entrañable­s, de cartas a Papá Noel primero y a un amor lejano después, de tardes demoradas más adelante entre lecturas, charlas y pileta en el club que cobijaba nuestros sueños adolescent­es. Así transcurre noviembre en el corazón. ■

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