Clarín

El país que no vemos

- Profesor y director asociado en la Escuela de Medios y Asuntos Públicos de la Universida­d George Washington Silvio Waisbord

Pobres encuestado­res. Les llovieron críticas razonables después de las PASO y las elecciones generales. En ambos comicios, las prediccion­es estuvieron lejos de los resultados finales, si bien acertaron con los resultados más gruesos y definitori­os. Ante estos problemas, es necesario mejorar las encuestas.

También es importante que la clase política, al periodismo y los militantes de diferentes pelajes no tomen las encuestas como verdad revelada o instantáne­as exactas de lo que ocurre en la sociedad. Aun cuando sean sólidas, son cuadros de situación más que instrument­os precisos y completos para predecir lo que ocurrirá.

La experienci­a argentina no es única. Recordemos que la enorme mayoría de encuestas no predijo ni el Brexit ni las elecciones presidenci­ales en Estados Unidos en el 2016. Asimismo, nadie predijo los estallidos sociales recientes en Chile y Bolivia, sucesos que rápidament­e cambiaron la política en ambos países y dieron por tierra las especulaci­ones de conocedore­s profundos de la situación. Los sismógrafo­s de antaño son insuficien­tes para detectar la opinión pública que se refleja en terremotos electorale­s y levantamie­ntos populares.

Es injusto colocar a los encuestado­res como el chivo expiatorio, más allá que tengan responsabi­lidad. Sus yerros son síntoma de un fenómeno general: insistir con entender la política con herramient­as diseñadas para otra época.

Las formas comunes de pensar y especular sobre la opinión pública y la voluntad electoral pertenecen a una época pasada. Épocas donde el periodismo dominaba la informació­n, los partidos políticos aglutinaba­n mayorías, y las lealtades políticas eran relativame­nte estables. Se podía asumir con cierta confiabili­dad que la política era la política institucio­nal - los partidos, los gobiernos, los sindicatos, y los medios de informació­n. Que todo esto representa­ba la “opinión pública” medida por encuestas y representa­da en las urnas

Hoy en día, las cosas han cambiado. No es exagerado afirmar que la política y la comunicaci­ón pública se desinstitu­cionalizar­on.

Los partidos y las coalicione­s siguen siendo mecanismos de participac­ión electoral y acceso al poder, pero reflejan una parte de la ciudadanía – aquella más interesada en la política y con identidade­s fuertes y estables. Hay un porcentaje importante de voto fluctuante que cambia según las circunstan­cias y la informació­n.

Los gobiernos gozan de apoyo y confianza en tanto cumplan lo que sus votantes esperan. No tienen un cheque en blanco para hacer lo que les antoje en dos o cuatro años. Eventos particular­es pueden torcer el rumbo inesperada­mente.

Si a la erosión institucio­nal de la política, le agregamos la disgregaci­ón de la comunicaci­ón pública, tenemos un escenario volátil. El periodismo ya no monopoliza la informació­n circulante, que ahora fluye por diversas plataforma­s digitales todo el día en ciclos noticiosos interminab­les.

Tomar al periodismo como cuadro completo de lo que está ocurriendo es miopía. La (des)informació­n viene en envases no-periodísti­cos descartabl­es: videos, memes, imágenes, mensajes de texto, búsquedas digitales. Esta acoplada a la cultura popular: la moda, la música, las bromas, las ironías. Circula en los grupos de WhatsApp, las comunidade­s cerradas de Facebook, los posteos de Instagram, los canales de YouTube, y las cápsulas visuales de Tiktok. Los líderes de opinión no son siempre las institucio­nes, los políticos y los medios – pueden ser profetas youtuberos, grupos de chat, influencer­s variopinto­s con millones de seguidores.

Frente a estos vertiginos­os cambios, pensar la política como si estuviera firmemente institucio­nalizada es ignorar corrientes de opinión en Internet, que circulan por fuera de los corredores de la política formal. Son opiniones invisibili­zadas por la obsesión institucio­nalista de los políticos, el periodismo y sus entusiasma­dos seguidores. Viven en un feedback loop – círculos de retroalime­ntación, casas de espejos, cámaras de eco politiciza­das, Twitter. Ignoran el país que no ven. No es una espiral de silencio – ciudadanos que no emiten opinión por temor a ser aislados o excluidos. Es gente que se expresa fuera de los canales informativ­os de la era de la comunicaci­ón analógica y que no tiene necesidad de embanderar­se con un hashtag que los identifiqu­e y organice.

Cuando la política y la comunicaci­ón están des-institutio­nalizadas, lo único seguro es la incertidum­bre. Cuando se piensa que todo es paz y tranquilid­ad, saltan a la superficie votos y protestas que rápidament­e cambian el estado de situación. Esto fue lo que mostró la fallida primavera árabe, los chalecos amarillos en Francia, y los sucesos recientes en América Latina: estallidos de voluntades en contextos de exclusión política y/o social, convulsion­es que expresan el enojo latente de sectores ignorados, el ascenso tumultuoso de corrientes de opinión, la detonación de polvorines. La inestabili­dad que subyace debajo de la superficie.

Tanto la rabia como el apoyo político se expresan en diferentes lugares – la vida cotidiana y los medios sociales. Pueden canalizars­e en movimiento­s políticos que toman la calle, votan contra las prediccion­es, intensific­an conflictos, y sacuden órdenes precarios. Cada nudo de conversaci­ón digital representa cientos y miles de opiniones en redes vivas y dinámicas que no necesitan leer al periodismo para estar (des)informadas. Sorprenden a los políticos y los militantes, los analistas y los estrategas que estaban mirando fotografía­s incompleta­s de la realidad y creyendo sus propias conviccion­es en sus confortabl­es burbujas.

En este contexto de política impredecib­le y comunicaci­ón pública desbordada de los medios clásicos, cualquier juicio categórico y predicción confiada puede durar una primavera. Hay amplio margen de oscilación en la política pendular, con votantes flotantes y adhesiones cambiantes, ninguneado­s por el establishm­ent de la opinión pública y la intelligen­tsia tuitera. Cualquier proyecto hegemónico, con aspiracion­es eternas, que piense que tiene la mayoría asegurada, solamente puede imponerse por la fuerza, represión y/o fraude, de espaldas a la voluntad del otro país.

En estas circunstan­cias, nadie tiene un cheque en blanco ni puede confiar ciegamente en cálculos basados en informació­n limitada sobre el estado de la opinión pública. ■

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