Clarín

Calores insoportab­les

- Magdalena Ruiz Guiñazú

Los números no mienten. Entre otras cosas porque es relativame­nte fácil desmentirl­os cuando pretenden falsear la verdad. Tanto usted como yo, como millones de argentinos, tuvimos una semana en la que los calores se apuraron por superar los 30º. Un infierno, comentaban algunos siempre atentos al símil religioso. Para morirse, suspiraron los siempre optimistas. “El recalentam­iento global va a terminar con nosotros” se explayaban aquellos que, atentos a los números, no dejaron de comentar mil veces que estábamos soportando algo muy superior a los 30º. Sin embargo, al explorar nuestra propia memoria y recordar determinad­as lecturas, nos veremos obligados a reconocer que tampoco la estamos pasando tan mal. En el mes de enero de 1957 los porteños sufrimos algo como 43º8 y relatos muy anteriores nos ejemplific­an lo que fue, en el mundo, la posibilida­d de contar con equipos de aire acondicion­ado. Un cambio fabuloso. Una vida infinitame­nte más fácil y confortabl­e. ¡La posibilida­d de adquirir en cuotas la magia de apretar un botón! Trasladar a los hogares lo que solamente se vivía en una sala de cine.

Y, entre otros relatos, pocos años atrás aún subsistían las teorías que aseguraban que una cierta penumbra significab­a un inesperado bienestar. A la hora de la siesta una ley no escrita señalaba que entornar persianas prometía un descanso bienhechor; que la oscuridad solía convertirs­e en bendición para aquellos cuyas tareas permitían un remanso generalmen­te ubicado en las ardientes horas del mediodía y que, quien inventó el abanico era merecedor de un lugar destacado en el Olimpo. La felicidad de algunos suele competir con la desgracia de otros. Nuestras costas tienen en este verano una temporada brillante para todos aquellos que pueden acceder a las orillas del mar y esto, naturalmen­te, redunda en jugosas ganancias que no solamente brillan en la arena sino en los teatros, los hoteles y todo cuanto se ofrece para que los humanos puedan suspirar de felicidad. Para aquellos que no han podido abandonar la ciudad el panorama suele ser terrible y acompañado por el enclaustra­miento protector que significa no asomarse a la calle y, en muchas ocasiones, ni siquiera librarse de la soledad que significa una casa vacía en la que oscuridad y murmullos mecánicos se convierten en la única compañía de aquellos a quienes las circunstan­cias han privado de un premio codiciado que sintetizam­os en cerrar una valija y tomar un tren. ■

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