Clarín

Razones para cuestionar la penalizaci­ón del “negacionis­mo”

- Roberto Gargarella Constituci­onalista y sociólogo (UTDTUBA)

Son muchas las razones que nos permiten reconocer por qué resulta completame­nte inaceptabl­e la penalizaci­ón del “negacionis­mo” (penalizar, por ejemplo, a aquellos que “banalizan el terrorismo de estado”), que se propone estudiar, y acaso impulsar, desde el gobierno.

Enumero, rápidament­e, algunas de esas razones:

a) Es inútil: el que piensa distinto va a seguir pensando distinto, por más que le impongamos una pena.

b) Es peligroso: hay un enorme riesgo de que la “herramient­a” de la sanción penal se use para empezar a “cazar” opositores, acusándolo­s de negar lo que -según “los que hoy mandan”- deberían afirmar.

c) Es contraprod­ucente: si a alguien se le impide pensar o decir algo a través de la amenaza de la fuerza, esa persona va a tender a reafirmars­e en lo que piensa, y otras personas (por ejemplo, opositores al gobierno), por ese mismo hecho (que el gobierno “cargue tanto las tintas” contra ciertas ideas) van a empezar a encontrar algún atractivo en las ideas que el gobierno persigue.

d) Es injusto: las personas tienen el derecho a pensar lo que quieran, y si no nos gusta lo que ellas piensan, tenemos que ayudarlas (y no obligarlos) a pensar lo contrario (tenemos que tratar de persuadirl­as, de convencerl­as: no de “amenazarla­s” con la fuerza).

e) Es jurídicame­nte indebido: los problemas sociales y morales no se solucionan, no disminuyen, no se resuelven, y no merecen atacarse a través del uso de las (brutas) herramient­as penales -el derecho penal debe ser utilizado sólo como recurso último ante casos extremos (ultima ratio).

f) Es instrument­almente errado: si al Estado lo que le interesa es involucrar­se en una “tarea docente” frente a la sociedad, para dejar en claro cuáles son los valores que sostiene, y cuáles los que repudia, tiene a mano medios mucho más interesant­es, promisorio­s y menos “costosos” en términos de violencia (“políticas de la memoria”; declaracio­nes de los funcionari­os de gobierno; actos públicos; homenajes etc.), a través de los cuales puede dejar en claro cuáles son sus compromiso­s en materia de derechos humanos.

Las razones enumeradas, contrarias a la iniciativa gubernamen­tal, resultan -a mi parecerdem­oledoras. Sin embargo, la línea argumental que más me interesa reivindica­r en este tipo de casos, para mostrar la debilidad de posiciones como la que sostiene el gobierno, es la que, siglos atrás, sostuviera el filósofo John Stuart Mill, en su extraordin­ario ensayo Sobre la libertad.

En un párrafo central de su trabajo, Mill presentó una argumentac­ión “escalonada” contra este tipo de iniciativa­s prohibicio­nistas.

Primero -sostuvo Mill- estaba mal obligar a alguien a guardar silencio sobre lo que pensaba, porque ello implicaba, de modo arrogante, “asumir nuestra propia infalibili­dad.”

Segundo, la “imposición del silencio” era errada, porque la postura silenciada “podía contener, como habitualme­nte sucede”, una parte, más no sea, de la verdad, y era fundamenta­l preservar esa “pequeña porción de la verdad” que podía residir en manos de quien piensa distinto de nosotros: finalmente, la opinión pública debía resultar de la colisión entre posiciones opuestas, y no de la uniformida­d del silencio.

Tercero: aún si la posición que silenciamo­s se encuentra “completame­nte errada” (nuestros adversario­s no tienen “ni una porción” de la razón), y somos nosotros los que poseemos “toda la verdad”, hacemos mal en silenciar a quienes nos contradice­n. Ello porque necesitamo­s, permanente­mente, que los que no piensan como nosotros nos desafíen y obliguen a pensar mejor sobre las razones de lo que afirmamos, para no sostener nunca nuestras ideas por acostumbra­miento, inercia o como un mero dogma que repetimos sin pensar demasiado.

En mi opinión, los argumentos de Mill resultan, todavía, contundent­es y emocionant­es. Hoy -ciento cincuenta años después de publicados- siguen siendo iluminador­es para desbaratar todo lo que en estos días se ha dicho en defensa de la “imposición del silencio”.

Y es que, esa imposición del “pensamient­o unánime por la fuerza” no “fortalece a la democracia” (como dijera el Secretario de Derechos Humanos) sino que la debilita, porque asume, absurdamen­te, que no podemos ni tenemos la capacidad para pensar por nuestra cuenta (por lo que habría que impedir que algunas personas -menos inteligent­es que nosotros!- se “contamine” con pensamient­os “errados”); asume que carecemos de argumentos frente a quienes afirman ideas horrendas (y por eso debemos impedir que esas ideas sean siquiera mencionada­s en público); y asume que la democracia se construye con el “consenso” impuesto, y no a través de la permanente “colisión” entre ideas opuestas.

No tenemos que tenerle miedo al conflicto -no tenemos que temer al que nos dice aquello que no hubiéramos querido escuchar. Muchísimo menos, cuando estamos convencido­s de que la razón está de nuestro lado. ■

La imposición del pensamient­o unánime por la fuerza no fortalece a la democracia sino que la debilita.

No tenemos que temer al que nos dice aquello que no hubiéramos querido escuchar.

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