San Valentín y las cosas del querer
Año 270. El cura Valentín casa a los soldados. Lo hace a escondidas porque el emperador de entonces, Claudio II, había prohibido el matrimonio para los hombres de guerra: sin ataduras pelearían mejor. Valentín es descubierto, lo ejecutan y así nace la leyenda del Día de los Enamorados. Como la Historia depende de quien la cuente, ese fue un resumen que elude los milagros y el mito. El amor, en cambio, se reescribe todo el tiempo, aún cuando el capitalismo lo haya institucionalizado. Hoy se venderán bombones y flores y promesas.
Siglos después, las mujeres, las personas que se perciben como tales y los cuerpos gestantes seguimos reclamando territorios, propios y ajenos. Yo quiero flores, bombones y promesas, claro, pero también quiero emanciparme del amor tradicional, propio de una cultura con la que discuto, pero a la que pertenezco. Quiero que no me pase lo que le pasó a mi abuela y quiero reivindicar a mi madre. Quiero honrar a mis amigas, porque son ellas las que del mal amor te sacan en camilla, com o a Sabina.
Quiero ganar como la profesional que soy, más que como un hombre. Quiero una ley que despenalice el aborto: quiero al Estado de mi lado y a la Iglesia, a un costado. Defiendo la práctica del autoamor, pero creo que pierde sentido si excluye al otre. En mi fe, el cuerpo no es sagrado. El respeto, sí. Quiero que no nos pongan precio en el mercado del deseo y que nadie huya ante un “te quiero”. Quiero ser parte de un movimiento feminista que no busque tener razón, sino que se construya (y reconstruya) en el debate. No son caprichos, son derechos.