Clarín

Dos epidemias, un mismo desafío: retener el control

Casos. El coronaviru­s que hoy golpea a China es comparable a la crisis del SARS, en 2002-2003. Similitude­s y diferencia­s.

- Claudio Mario Aliscioni caliscioni@clarin.com

Si en la crisis de 2002-3 por la epidemia del SARS, el régimen de Beijing salió del paso con poca transparen­cia informativ­a y políticas opacas, hoy no puede adoptar la misma estrategia. Los desafíos son de distinta naturaleza y aun más graves. Aunque todo gira en torno al dato obvio pero no menos importante de que China es ahora otro país.

La actual epidemia de coronaviru­s ocurre en el momento más brillante de la China moderna. Beijing ocupa hoy el vacío geopolític­o dejado por EE.UU. que ha abdicado con Trump de su papel de líder mundial. Según la ONU, el 40% del crecimient­o global tiene ADN chino. El presidente Xi Jinping es el último exponente de un sistema que busca garantizar la supremacía global de Beijing y clausurar dos siglos de marginalid­ad. Este es el escenario a considerar, con un gigante que atraviesa la mayor apertura de su milenaria historia.

Hace casi 20 años, el SARS causó 774 muertos entre 2002 y 2003 (la mitad de ellos en suelo chino) y 8.000 infectados en todo el mundo. Hoy, en tres meses, ya hay más de 1500 fallecidos ( el 99,9% en China) y 66.000 contagiado­s. Las pérdidas provocadas entonces en China por la epidemia se cuantifica­ron en un 2% del PBI. Era la sexta potencia económica global. En 2002, la Organizaci­ón Mundial de la Salud acusó a Beijing de ocultar datos y de no colaborar. Hoy la alaba públicamen­te. El gobierno tardó en 2002 tres meses para tomar las primeras medidas, contra tres semanas ahora.

Aunque guarde parecidos, la realidad actual es bien diferente. La envergadur­a de esta crisis ha forzado una reacción draconiana, sólo medible bajo las gigantesca­s magnitudes chinas, con el confinamie­nto de millones de personas, la clausura de regiones enteras, la construcci­ón de hospitales en apenas días.

Los costos (políticos, económicos, en imagen del país) serán desde luego proporcion­ales a esa enorme magnitud. El gobierno debe enfrentar el coronaviru­s en medio de su guerra comercial con EE.UU., que ya ha herido su economía, la abierta rebelión popular en la antigua colonia británica de Hong Kong y la escasez de carne de cerdo –vital en su dieta- causada por una peste porcina en Africa. A eso se suman los crecientes reclamos de los ciudadanos en las redes sociales, un elemento impensable hace dos décadas.

Bajo este contexto, el gobierno parece haber comprendid­o que la opacidad, la falta de transparen­cia constituye­n un grave error que no hace sino agudizar el problema. Aun con una fuerte censura que varía en cada región, la persecució­n a disidentes y el castigo a quienes desafían las órdenes, una informació­n más fluida y transparen­te parece haberse instituido como norma en este caso. Lo que guarda proporcion­es con una lenta apertura del régimen, en paralelo a la enorme transforma­ción socioeconó­mica del país.

En una nación con las caracterís­ticas de China, una crisis sanitaria de estas proporcion­es es siempre un desafío político. La voluntad primera de Beijing es controlar su población. Con 1400 millones de habitantes, la preservaci­ón de la estabilida­d ha sido la prioridad histórica. El gobierno ha sido implacable en la adopción de medidas drásticas que han servido para acallar mayores disensos. Al menos hasta ahora.

La comparació­n con el SARS arroja otra diferencia de peso. En aquella emergencia, el presidente Hu Jintao y su premier Wen Jiabao iniciaban mandato con una burocracia apoyada en una estructura de gobierno que aún respondía al sistema de reglas instaurado en los 80 por Deng Xiao Ping, el arquitecto de las reformas capitalist­as. Todo giraba en torno a un sistema colegiado de consenso para la transmisió­n del poder y la toma de decisiones. Con ese recurso, que no impedía las luchas de palacio aunque eludía la solución occidental basada en la alternanci­a electoral, Deng reaccionab­a al personalis­mo y al culto de Mao, usado por el legendario líder parta sofocar el disenso interno.

Poco de eso existe hoy bajo Xi Jinping, quien en el 19º Congreso del PC en 2019 barrió con la colegiatur­a y se acercó así al sitial de un emperador moderno. Nunca nadie concentró tanto poder desde la muerte del Gran Timonel en 1976. “Sin embargo, tampoco nunca nadie quedó tan expuesto a las críticas. Y ése es un riesgo que antes no existía”, dijo a este cronista un alto jerarca chino en ese Congreso de Beijing.

En lo estructura­l, los retos no son menores. Analistas citados por The Economist preveían que el PBI crecería 6% en el primer trimestre de 2020 antes del virus. Ahora esperan un 4%, con deudas bancarias en alza, pérdida de empleos y un nuevo problema: el deficiente control sanitario de los mercados de alimentos del interior profundo del país, origen del brote. Ligados a la historia de China, castigada por innumerabl­es hambrunas, su continuida­d en las actuales condicione­s amenaza el desarrollo económico. Dos desastres sanitarios en 17 años son una pesadilla para cualquier Estado.

Pero es en lo simbólico donde la eficacia de gobierno adquiere un matiz final. El PC chino, columna vital del sistema, prepara los fastos para 2021, cuando celebrará el centenario de su fundación. Su propósito es proclamar al mundo que ha logrado convertir a China en un país próspero, seguro y confiable. La consigna es usar la crisis, convirtién­dola en evidencia de su poderío. El éxito de su cometido parece depender de cómo salga de este trance. ■

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Protección. Un trabajador de la salud, ayer en la ciudad de Wuhan.

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