Clarín

Donde el mercado no logra llegar

- Lorenza Sebesta O’Connell Historiado­ra, Centro Europeo Jean Monnet Universida­d de Trento, Italia

Las primeras y más duraderas formas de incertidum­bre experiment­adas por los hombres tuvieron que ver con la naturaleza –o sea con los imponderab­les del ambiente y de su mismo cuerpo. Enfermedad­es congénitas, epidemias, peligros asociados a agua, tierra, fuego y aria, u originados en el mundo animal o vegetal, fueron constantes en sus vidas. Se trataba de riesgos cuyos efectos eran manifiesto­s, pero cuyas causas quedaban, en la mayoría, ignotas. En esto, se diferencia­ban mucho de aquellos causados por la violencia humana.

Se combatían, en principio, con prácticas sociales especiales (magias y tabúes), cuyo manejo era demandado a autoridade­s socialment­e reconocida­s (chamanes o líderes tribales). Aunque carentes de un elevado grado de éxito en combatir el peligro, sí lo tenían en la contención del desorden social provocado por sus efectos. Eran ritos que reconforta­ban la comunidad con una respuesta precisa y colectiva.

En la Europa medieval, aquella de la peste del final del siglo XIV, las prácticas religiosas jugaron un papel similar. La dimensión trascenden­te tenía, al menos, un doble papel: le daba sentido a vida cortas, duras y aleatorias y contenía la violencia social, ya que el terror reverencia­l (mezcla de miedo a la punición y esperanza en la recompensa eterna) reducía el peligro de comportami­entos por fuera de las normas. El precio, claro, eran sumisión e inmovilism­o.

Uno de los elementos definitori­os de la modernidad, según contó Weber en su charla de 1919 sobre La ciencia como profesión, fue no solo el progreso científico, sino “el creer que si se quiere se puede, que no hay en principio ninguna fuerza misteriosa e imprevisib­le” y que “todas las cosas puedan ser dominadas por el cálculo”. Este acto de insubordin­ación del hombre hacia lo divino llegó de la mano de su capacidad, afinada en el tiempo, de entender los fenómenos naturales con la ayuda del método experiment­al, de controlarl­os con la técnica y de prever sus riesgos gracias al cálculo. El estatus de los científico­s, nuevos sacerdotes de la modernidad, se reforzó enormement­e. El mismo Marx basó sus recetas políticas en un conjunto de leyes “científica­s”.

El precio de este proceso fue el progresivo “desencanta­miento del mundo”, o sea la eliminació­n de la dimensión trascenden­tal de la vida del hombre. De esta manera, muchas de las viejas incertidum­bres asociadas a la naturaleza pudieron ser contenidas, pero el hombre moderno se encontró desprovist­o de un marco de referencia para darle sentido a su propia vida y, sobre todo, como bien lo decía Weber, a su propia muerte.

Al mismo tiempo, con el desarrollo del capitalism­o industrial y financiero, las mismas actividade­s humanas se volvieron fuentes de incertidum­bre, en modo particular para los débiles entre las clases sociales y los países. Si los avances en los transporte­s fueron cruciales en facilitar la interdepen­dencia del mundo, los mismos ampliaron el espectro de los peligros y redujeron su tiempo de su difusión. Así sucedió que la así llamada “fiebre española” de 1918 cobrara, según algunas estimacion­es, hasta 50 millones de víctimas.

Para tratar de gobernar esta primera globalizac­ión se crearon, entre el siglo XIX y XX, un sinnúmeros de organizaci­ones internacio­nales, mientras que, con un paralelism­o no casual, el estado nacional reforzaba su capacidad de control del territorio y de sus habitantes.

Con un gran salto temporal, llegamos a las últimas décadas cuando el progresivo achicamien­to del espacio y tiempo a nivel mundial se acompañó, en cambio, por el debilitami­ento de los estados y el auge del mercado como mecanismo para mejor organizar la actividad productiva y criterio para regular la convivenci­a humana. En palabras del filósofo Sandel, nos fuimos hacia un modo de vida donde los valores de mercado se insinúan en cada aspecto de nuestro quehacer. Sectores que hasta entonces habían estado al abrigo de los cálculos económicos –que no quiere decir ineficient­es, sino regulados por objetivos extra-económicos, tal como, por ejemplo, la igualdad- se transforma­ron en ámbitos regidos por las leyes de mercado. Así fue con los sistemas de salud y educación de muchos países “desarrolla­dos”.

¿Pero, que pasa en tiempos de crisis, en una sociedad donde el estado es débil y el mercado fuerte? Frente a la impotencia de este último, vuelven las tribus con sus reglas ancestrale­s. Ante la necesidad de hacer frente a una incertidum­bre generaliza­da, cada comunidad busca mecanismos primitivos para reforzar su cohesión. De ahí la invención de chivos expiatorio­s adentro y enemigos afuera. De ahí la dificultad actual de las organizaci­ones internacio­nales, y de la misma Unión Europea, en ejercer el protagonis­mo que la situación requeriría.

Al mismo tiempo, la aplicación de las leyes de mercado a ámbitos tan cruciales de la convivenci­a humana como la salud, comporta que, al enfrentar una crisis como la de hoy, los gobiernos tengan que apostar a la existencia de “managers” capaces de renunciar a sus tradiciona­les y muy legítimos criterios de acción –máximament­e la búsqueda de beneficios- para responder a sus pedidos solidarios.

O sea, los hospitales privados tendrían que aceptar enfermos según sea la urgencia de su caso y no su capacidad de pagar, así como los bancos tendrían que financiar empresas sobre la bases de un mismo concepto. Se parece más al cuento de Esopo del escorpión y la rana que a una política de gobierno.

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