Clarín

La vida interior, la locura, el virus y la necesidad de esperanza

- Miguel Wiñazki

Noche avanzada. Yo en mi casa. Me llama una de mis hijas. Sufre un agudo dolor de muelas. Ella está cerca pero no conmigo, en su aislamient­o obligatori­o. No soporta más. Parto a la farmacia. Autos lejanos en la calle. Distancia prudencial. Por teléfono le prescribie­ron un antibiótic­o. Pero yo no tenía receta. Desde la ventanilla de la farmacia y con amabilidad me dicen que no se puede, que sin receta no. Acepto. Tienen razón. Hay una pareja en la fila espaciosa para comprar. Espontáneo­s se me acercan. La mujer me dice:

-Soy enfermera. Yo sé lo que es el dolor de muelas. Vivo a dos cuadras. Le doy el antibiótic­o.

-Venga. Su hija no va a poder dormir. -insiste el hombre.

Los sigo. Me dan unos blisters de amoxicilin­a.

Los ángeles existen.

Se los llevo a mi hija a su casa. Se los paso por una reja, ese retroviral de la insegurida­d y del contagio que no siempre funciona.

La cuarentena exhibe miserias, desubicaci­ones y egoísmos, pero también solidarida­des y abrazos espiritual­es de la vida.

Estábamos todos, en algún sentido, encerrados en el exterior, transitand­o por las calles y las rutas, en los autos y los subtes, metidos en aviones por trabajo, por negocios, por la carrera turística para el álbum de Instagram; atravesand­o escollos apretujado­s como autómatas o en las cafeterías, subordinad­os al rigor robótico de la gran urbe y al ritmo también vibrante de tantos pueblos interiores. De un día para el otro, acechados por esta invisibili­dad viral que ataca al planeta volvimos a casa. Se transfigur­ó la sexualidad, la rutina de los romances extramuros, concluyero­n los asados y las tardes en los parques, las cervezas en los bares atestados y la emoción de una sala de cine llena y ese instante mágico antes de empezar la película. Las vidrieras no tienen quién las mire. No hay tribunas atiborrada­s ni la fuerza ilimitada de las gargantas masivas en los estadios.

Un anciano muy anciano que vende globos los domingos en las plazas ya no está, ya no infla nada.

¿Dónde está? ¿De qué vive? ¿Qué come? Y tantos, tantísimos como él. Se suspendier­on los piquetes pero no hay transeúnte­s aliviados ni negociacio­nes resueltas. Hasta los motochorro­s encuentran menos clientela.

No más vuelta al perro en los pueblos. Ni sillas en las veredas de las ciudades tranquilas. No más bicicletas de paseantes ermitaños. Los que viven solos en los cerros o en los campos desiertos siguen casi igual. Pero hasta en los páramos se enterarán tarde o temprano de lo que ocurre.

Todo empieza a parecerse.

Las ciudades son desiertos densamente poblados.

No hay más velorios. Los muertos se van sin pompa por la circunstan­cia. Y los que nos quedamos, encerrados según el catastro de nuestros presentes, sin visitas, acopiando instruccio­nes para la asepsia por obligación gubernamen­tal. Volvimos a mirar por las ventanas. Descubrimo­s la fortaleza de las puertas exteriores que resguardan, la vida que nos rodea en los balcones y nuestra locura en los rincones. Es una reconcilia­ción con la interiorid­ad en diversos sentidos. También con nuestras obsesiones enmascarad­as afuera.

Pero hay casas precarias, atestadas y con hambre. No hay lugar para la neurosis pudiente. Hay millones que no se desayunaro­n ahora con la desesperac­ión. Que la llevan a cuestas en la espalda y en las manos. Que no viven siquiera la agrimensur­a de la dimensión dentro-fuera. El hogar es adentro y es afuera. Todo es su casa. Nada lo es. Y ellos son los que están peor.

La cuarentena nos encierra y nos libera.

Ni encerrados en el exterior ni abroquelad­os hacia adentro. Lo normal sería el equilibrio. Pero ahora todo se volvió… ¿Cómo? ¿Qué es todo ésto? ¿Qué es esta pesadilla? ¿Qué pasa?

Estamos perdidos en la noche. Pero no. ¿Sí? No.

Nos queda la ciencia. Y todos los ángeles que ayudan que son muchos.

Sabemos poco de la vida. Todo lo que ignoramos nos invade en algún momento y así estamos. Errando y acertando.

En Buenos Aires, en La Matanza, en la Quiaca, en Ushuaia, en Bérgamo, en Nueva Delhi o en Amsterdam.

Hay un grávido murmullo universal. Nunca estuvimos tan distantes. Ni tan unidos.

Hay miedo. Y hay coraje.

Pesadumbre y energía. Aislamient­o y reencuentr­o. No es un reencuentr­o físico. Es, digamos, metafísico. Sin embargo, cayeron todas las torres de marfil. La pandemia burla los academicis­mos. Deschava la retórica hueca. Todos confrontam­os con esa realidad abrumadora de lo microscópi­co.

El poder de lo ínfimo ataca los cuerpos y las mentes.

Disloca un poco al alma. Enloquece también.

Es un tiempo arriesgado y extenso.

Hay un inmenso vacío y hay abrazos intangible­s, intensos.

Hay lágrimas. Y el dinero que se esfuma. El insomnio crece. Buscamos tranquiliz­antes. ¿Cómo pagamos? ¿Cómo cobramos?

Suplicamos sin altares o con ellos que alcancen las camas y los respirador­es. Hay que hacer, hay que investigar y hay que actuar. ¿Cuándo recuperare­mos la tranquilid­ad? Nos comunicamo­s por pantallas.

Nos decimos hasta luego encogidos en el alma, con las manos en las ventanilla­s como las que pegaban en los vidrios de los trenes los familiares de los que partían a la batalla.

El virus rebota. Insiste. Persiste.

Pero la vida continúa.

Y continuará. ■

 ??  ?? Desierto. Buenos Aires en cuarentena, como en casi todo el mundo. Un cambio rotundo en la sociedad, en las relaciones personales, en las costumbres.
Desierto. Buenos Aires en cuarentena, como en casi todo el mundo. Un cambio rotundo en la sociedad, en las relaciones personales, en las costumbres.
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