Clarín

Afrontar el día a día, en el ritmo de una novela distópica

La escritora narra el transcurri­r del aislamient­o desde un PH de dos ambientes, junto a su hijo.

- Leila Sucari Su última novela es Fugaz

Cierro los ojos, me hundo. La bañadera está llena, en el fondo hay un helicópter­o de plástico roto. Le puse al agua unas gotitas de aceite de eucalipto para relajarme. Ahora intento respirar, siento la ducha caer contra mis hombros, pienso en el río, en la espuma del mar, en los besos que nos dimos alguna vez. Quiero que el agua me saque el miedo, este nudo de oscuridad que tengo agazapado en la garganta. Tomo aire y sumerjo el cuerpo entero. ¿Cuánto va a durar esto?

Los sonidos se transforma­n en ecos, golpes que se filtran por los caños de la casa. Abro los ojos y veo telarañas. La humedad crece sobre el techo. Quiero llorar y no puedo. Vuelvo a cerrarlos. Dejo que florezcan algas en mi pelo, apoyo las manos y escucho el galope de mi corazón anfibio. De pronto, un grito interrumpe el trance de la angustia: ¡Odio la coronaviru­s!, dice mi hijo de cinco años del otro lado de la puerta. ¡Quiero mudarme a un lugar donde no exista!

Acá adentro el tiempo pierde sentido. Todo es una sucesión de fragmentos que vamos cargando como bloques de hielo seco. Un vaivén entre la desesperac­ión, el trapo con lavandina y las videoconfe­rencias. Sin noche, sin día, sin horarios. Paso la cuarentena encerrada con mi hijo en un PH de dos ambientes. Almorzamos a las cuatro de la tarde y cenamos a cualquier hora, salimos con el carrito de las compras y el alcohol en gel como si fueran escudos. La calle parece una ficción, alguien nos grita “¡adentro!” desde un edificio. Simón piensa que estamos en guerra. Se asusta de los patrullero­s y hace planes para cuando “la caca termine”. Lo reto porque se toca la boca y dice que yo y la coronaviru­s no lo dejamos vivir. Tiene razón. Ayer sentí éxtasis y libertad al sacar la basura, hoy me dio terror contagiarm­e mientras compraba milanesas. Son días tan extraños que cuesta narrarlos. Todo se mezcla. Ya no hay historia, sólo retazos inconexos. Delirio. Silencio. Más silencio.

En medio de esta confusión, armamos una red. Somos millones de fragilidad­es conectadas a hilos invisibles que nos sostienen en la oscuridad. Cada día, alguno de nosotros entra en crisis. Las mías se repiten, entre las 19 y las 22 todo se vuelve difuso. El pasado es un espejismo y el futuro una curva de casos en aumento. Nos sostenemos como podemos mientras nos mandamos audios y emoticones. El martes a las siete de la tarde ocurrió lo más temido: se cortó la luz. Todo el barrio a oscuras. Salí con Simón a comprar velas, avanzamos tanteando las góndolas mientras el chino de la caja gritaba algo incomprens­ible desde el otro lado de su barbijo. En el camino de vuelta, mi hijo me preguntó si iba a volver a ver a su papá. No al de la compu, a mi papá real, dijo. Lo abracé y le prometí que pronto todo pasaría. Después me serví un whisky en una taza de té con dibujos de mariposas, llené su vaso con jugo de manzana, prendí dos velas y salimos al patio a cantar temas de Charly García. La música como antídoto.

Lo peor es que estamos en un limbo sin fecha de vencimient­o –me dice un amigo por chat. Y es cierto, tenemos la certeza de que nada va a volver a ser como antes, pero no sabemos qué va a pasar ni cuándo termina este estado de claustrofo­bia colectiva. ¿En qué nos vamos a transforma­r? ¿Qué otros vamos a ser? Pienso en las opciones posibles. Me niego a la existencia sin materia, al amor sin cuerpo. Descubro que odio las videollama­das. No aguanto más el cautiverio. Necesito sentir el latido, el olor, la voz sin interferen­cias, el calor de los otros. No quiero un mundo aséptico. No quiero que seas un plano intermiten­te al otro lado de la pantalla.

Anoche soñé que las biblioteca­s de mi casa se derrumbaba­n, que sobre el patio caía un árbol enorme y que aparecían pájaros muertos. Me desperté asustada y abracé a mi gata. A la mañana me tomé la fiebre dos veces. ¿A cuántos de ustedes les faltó el aire? ¿Cuántos tuvieron dolor de garganta? ¿Cuántos sintieron más terror a la soledad que al virus?

Mi amiga, que sabe de la desesperac­ión sin fondo en la que caí ayer, me manda un WhatsApp, qué tal hoy, pregunta. Le digo que mejor, que fue un día de pequeñas victorias: logré hacer 15 minutos de yoga por YouTube, leí un poema, me di un baño de inmersión, gané a la casita robada. Festejamos. Me sirvo un vino, ella una cerveza. ¿Por qué brindamos?, pregunta. No sé, por un día más o un día menos.

Ya no hay pensamient­o posible más allá del instante. Y no, no pude ver ninguna de las mejores películas de Bergman ni leer los diez clásicos de la literatura que siempre quisiste y nunca tuviste tiempo de descubrir. Tampoco escribir ni leer ni corregir. Apenas si puedo cocinar, bañar a mi hijo, y hablar con algunos amigos. Apenas si puedo conseguir esas pequeñas -y precarias- victorias: rasgar el miedo y encontrar algo que me conmueva, que me haga sentir viva.

Le digo a mi amiga que hoy fue un día de pequeñas victorias: logré hacer 15 minutos de yoga por YouTube, leí un poema, me di un baño de inmersión, gané a la casita robada”.

Aunque sea chiquito, algo que abra. Hacer un collage recortando palabras de revistas viejas, jugar a los animales con Simón, pasar un esqueje del agua a la tierra. Buscar un chispazo de belleza en el espanto. O, al menos, un refugio.

Hoy pasé dos horas baldeando el patio. Amontoné las hojas secas, hice lluvia sobre las flores de la glicina y después dejé correr el agua y me acosté en un rincón seco del suelo a mirar los árboles. Simón jugaba con unos caracoles que descubrió detrás de una maceta. Cosas de la vida fuera del tiempo. Mientras sonaban las sirenas de la policía, recordé el poema de Irene Gruss: “Ahora que todavía puedes, canta/ tu delirio/ después, sirena encantada por marinos/ atados a un poste/ después, sirena de voz dulce y/ corazón tenebroso, incapaz/ de sostener/ no la nota sino la cordura/ –elige el mar, no el barco–, después, elegir será/más tarde que inútil”.

Es el fin de la tarde y en la calle no hay nadie. Camino con mi hijo y el carrito azul, vamos a comprar bananas para hacer un licuado para la cena. Avanzamos por una ciudad fantasma agarrados de la mano. Estamos solos, juntos, y todo parece más verde, más brillante. El viento roza las hojas de los tilos, se escuchan los pájaros y el agua que corre debajo del asfalto. Dentro de un rato voy a sentir –una vez más- el grito atrapado en el pecho. Pero ahora, por un momento, el mundo me parece hermoso. ■

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“En medio de esta confusión, armamos una red. Somos millones de fragilidad­es conectadas a hilos que nos sostienen”.
LUCIA MERLE De la ventana al chat. “En medio de esta confusión, armamos una red. Somos millones de fragilidad­es conectadas a hilos que nos sostienen”.
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F. DE LA ORDEN Paisaje. De una ciudad sin actividad en el espacio público.

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