Clarín

Las calles vacías... y yo, en la ventana Sociólogo y escritor español

- Javier del Rey Morató

El espectácul­o inédito de nuestras ciudades confirma mi sospecha: si la naturaleza aborrece el vacío, está claro que la ciudad lo malquiere y lo reprueba. Por eso llena las calles de pájaros que cantan, gatos que se preguntan dónde diablos estamos, y jabalíes que aprovechan nuestra ausencia para darse un paseo por la plaza de algún pueblo. Es algo que podremos contar a nuestros nietos, como los abuelos nos contaban su experienci­a en la (mal llamada) “gripe española” de 1918.

Asomado a una de las muchas ventanas de mi calle, yo, “percibidor abstracto del mundo” (Borges dixit), contemplo ese mundo vacío. Las calles, laberinto construido en el espacio que de repente parece haberse quedado sin tiempo y sin biografía, se han quedado mudas sin nuestra presencia.

Las hemos ideado para nosotros, y ahí están, sin nosotros, que es como si no estuvieran. Seguro que nos echan en falta, porque sin nuestras ilusiones y nuestros fracasos son nada y menos.

Sobre sus aceras adoquinada­s y sus pistas pavimentad­as se desarrolla la loca aventura de nuestras vidas, y sin ellas, ese laberinto está tan solo como están ahora mismo los escenarios de todos los teatros de España: allí no hay ni público ni artistas.

Contemplar ahora las calles de Madrid es ver un escenario que nadie ha visto jamás. Es como si todos nos hubiéramos marchado de viaje, y pudiéramos asomarnos por alguna rendija que alguien dejó entreabier­ta: veríamos un espacio ordenado sin para qué ni para quién, escoltado por fachadas sin nadie, que se desagua hacia la nada, a la espera de algo que va acontecer. Y eso que va a acontecer está acontecien­do: es un mudo y elocuente gerundio –el oxímoron lo dice todo-, en el que los contemplad­ores examinan el mundo sin ellos.

Ese escenario de persona que contempla el panorama desde una ventana lo inventó Edward Hopper en 1950, y ahora yo soy un personaje de su cuadro “Cape Cod Morning”. No sé si me escapé del cuadro para asomarme a esta ventana, o abandoné mi ventana para colarme en la escena de Hopper, para ser yo el personaje del cuadro. Percibidor abstracto del mundo, echo en falta ese mundo que, sin mí, no es nada, como yo nada soy sin él.

Pero estos son fotogramas aislados de una realidad pasajera, un escenario que es meramente meramente coyuntural. Las coyunturas son transeúnte­s, pasan, y la estructura queda. Las calles volverán a ser ruidosas y vocinglera­s.

Los bares y restaurant­es seguirán ahí para alegrarnos la vida. Los cines nos seguirán contando sus historias. Los teatros nos estarán esperando. Los otoños, inviernos, primaveras y veranos seguirán siendo territorio­s propicios para nuestros proyectos, nuestras ilusiones y nuestros amores.

Ninguno de nosotros lo duda: regresarem­os, y el mundo volverá a ser una fiestas. ■

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