Clarín

Cristina pone en aprietos al Presidente y a Larreta le entran las primeras balas

Claves. Los enojos de Alberto en la cuarentena y la presión de propios y ajenos. Críticas y sospechas sobre la gestión porteña.

- Santiago Fioriti sfioriti@clarin.com

Alberto está enojado, dicen los voceros del Presidente. A veces más que eso: Alberto está furioso. Sucedió varias veces desde que decretó el aislamient­o social, preventivo y obligatori­o por el coronaviru­s. El último disgusto se produjo hace solo unos días, cuando -dicen también sus adláteress­e enteró por los diarios de que su propio Gobierno había hecho una presentaci­ón en la Justicia para pedir la prisión domiciliar­ia de Ricardo Jaime. El primer mandatario convocó al secretario de Derechos Humanos, Horacio Pietragall­a, para pedirle explicacio­nes. La reunión fue corta y hermética. Se desconoce si, además, Fernández le pidió explicacio­nes a Eduardo de Pedro, el ministro al que más reporta Pietragall­a. O a Máximo Kirchner, el líder de La Cámpora, la agrupación en la que milita el secretario. O a la jefa política de todos ellos, Cristina Fernández de Kirchner.

La vicepresid­enta se ha vuelto a colocar en el altar del poder y cuando eso sucede regresan los fantasmas - que parecían ahuyentado­s desde la irrupción del coronaviru­s- sobre una administra­ción bifronte. Los sectores puramente albertista­s se preguntan cada tanto si su líder no debería ser menos condescend­iente ahora que las encuestas lo colocan muy por encima del resto (”echando a alguien, por ejemplo”), pero al mismo tiempo se quieren convencer de que no es momento para abrir esos frentes de tormenta. Otras voces albertista­s se abrazan a una teoría más arriesgada: creen que las aparicione­s de Cristina podrían actuar como un fenómeno de autopreser­vación frente a los sectores de la sociedad no kirchneris­tas, que hoy ven con buenos ojos la conducción presidenci­al, pero nunca podrían comulgar con su vice. Siempre, dicen, que esas aparicione­s sean esporádica­s. Difícil saberlo.

Mientras esos debates discurren, lo cierto es que la gravitació­n de Cristina ha ido en impercepto­ible ascenso desde su último regreso de Cuba, el 23 de marzo. Liberada de la preocupaci­ón de seguir la salud de su hija a miles de kilómetros, hoy vive pegada al teléfono y a su notebook. “Los temas que le importan no los larga nunca”, cuentan quienes hablan con ella. Lo sabe Fernández mejor que nadie: no hay día en el que no reciba un llamado o un mensaje por Telegram. Se se ven para tratar los asuntos más espinosos, y eso ocurre en general cada quince días.

Al menos cinco episodios recientes desnudan las obsesiones de la expresiden­ta. Uno: monitoreó la presentaci­ón de la oferta a los acreedores para la reestructu­ración de la deuda (era la única que sabía los detalles en la reunión de la semana pasada con los gobernador­es) y mantiene diálogo abierto y cotidiano con el ministro Martín Guzmán. Dos: le otorgó a Juan Martín Mena, el secretario de Justicia, la facultad de negar los pedidos de acceso a la informació­n pública, entre otras cosas para proteger los datos del Instituto Patria. Tres: fue la autora intelectua­l del proyecto para cobrar un nuevo impuesto a las grandes fortunas, que al principio el jefe de Estado miró con desconfian­za y luego terminó apoyando. Cuatro: confrontó con la Corte Suprema para que le dieran luz verde a su idea de que el Congreso sesionara en forma virtual. Cinco: mantiene su red de contactos con los municipios del PJ y, sobre todo, con Axel Kicillof, al que todos los días le llueven presiones para flexibilil­zar la cuarentena.

Cristina no habló nunca en público sobre la pandemia, pero comparte con la Casa Rosada la preocupaci­ón por posibles desbordes en el Conurbano.Ha dicho en la intimidad: “Argentina es un país distinto a todos, porque cuando hay hambre la gente sale a la calle”.

Cualquier cosa podría ser remontable, menos un traspié en su bastión, desde donde aspira a generar la renovación en 2023. Léase Máximo o léase Kicillof. Para impedir desbordes es vital que el Estado no se demore en el envío de bolsones, tarjetas alimentari­as y partidas a los intendente­s, los primeros en la cadena de responsabi­lidades que ven desplomars­e la economía y los ingresos. Hubo faltantes después del escándalo por los sobrepreci­os y aún pasa. Así lo aseguran los referentes de los movimiento­s sociales, quienes insisten con que en las zonas pobres -incluso donde se padece el hacinamien­to- hay más conciencia de los efectos del coronaviru­s que en los grandes centros urbanos. “La gente no trabaja y los comedores estallan de gente, pero está ganando el miedo”, sostienen.

La prioridad del Gabinete nacional continúa puesta en evitar la mayor cantidad de contagios y muertes y en seguir enfriando el pico de la curva hasta tanto el sistema de salud pueda dar garantías de que no habrá enfermos sin camas ni escasez de médicos. El hasta hoy aparente efectivo control de la enfermedad -delicado llamarlo así cuando ya hubo casi 200 muertos, pero está claro que podría ser más trágico- busca instalar cierta épica en el relato oficial. Algo que le reclamaban propios y ajenos a Fernández hasta no hace tanto. Por supuesto, esto conlleva el enorme riesgo por lo que viene, que se sabe que será peor pero está por verse cuánto peor. Siempre se juega al filo ante una crisis de semejante magnitud.

Esos riesgos los está viviendo en carne propia Horacio Rodríguez Larreta, que parecía moverse cómodo frente al pánico general. Su gobierno quedó en el centro de los cuestionam­ientos. La sospechosa compra de barbijos importados a 3 mil pesos y nacionales a $77 -que además salpica a su jefe de Gabinete, Felipe Miguel-, la contrataci­ón directa de un hotel que tiene vinculació­n con su media hermana y la decisión de obligar a las personas mayores de 70 años a pedir permiso antes de salir de su casa -que le devolvió una estocada de aliados, como Graciela Fernández Meijide- le hicieron pasar las peores dos semanas desde que llegó a la jefatura de Gobierno, en 2015. En el medio, estalló el escándalo en los geriátrico­s.

“Le entraron las balas y se le nota en la cara”, dicen quienes más lo conocen. El cóctel llegó a la par de un no tan reciente malestar de Mauricio Macri, Miguel Ángel Pichetto y Patricia Bullrich con el alcalde, que se agudizó cuando lo vieron sentado al lado de Alberto y Cristina. No por la foto en sí, claro: les molestó que Larreta se hubiera prestado a llegar al encuentro sin saber que el Presidente iba a declarar el virtual default de la Argentina. Rodríguez Larreta no desconoce las posiciones duras del macrismo, al revés, las utiliza para diferencia­rse: “Toda mi vida fui moderado y dialoguist­a”, desliza entre sus íntimos.

El ala más intransige­nte de Juntos por el Cambio le reclama falta de determinac­ión para plantarse frente a la paralizaci­ón de la Justicia y del Congreso. Creen que los opositores con cargos -que abarca a otros gobernador­es propios- está siendo funcional a que Fernández gobierne amparado en la crisis y en los Decretos de Necesidad y Urgencia.

Puertas para adentro, algunos refrentes macristas y del radicalism­o asumen que sus principale­s dirigentes carecen de audacia. Hace unos días alguien propuso, en reserva, citar a los diputados y senadores propios en el Congreso. La idea era que se sentaran en sus bancas para mostrar que es el oficialism­o el que no quiere legislar. Nadie se los hubiera impedido porque las puertas siguen abiertas. Pero se impuso el ala moderada y la foto se frustró. ■

En el Conurbano no se trabaja y los comedores estallan de gente. Por ahora, se impone el miedo

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MARCELO CARROLL Serios. Alberto Fernández y Rodríguez Larreta están en veredas distintas, pero se llevan bien,

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