Asegurar la gobernabilidad, un desafío que expone al gobierno
En Brasil hasta el pasado es incierto, dijo alguna vez Pedro Malan, ministro de Hacienda por 8 años de Fernando H. Cardoso. A su vez, el estadista que gobernó entre 1995 y 2002, escribió en “El Improbable presidente de Brasil”, que el país “necesita superar un rasgo de carácter irresponsable que varias veces lo había convertido en un país ingobernable”.
Cardoso fue uno de los destacados intelectuales que ayudaron al gobierno de Itamar Franco, a partir de 1993, a modernizar una joven y populosa democracia traumatizada con la destitución reciente de un presidente, Fernando Collor de Mello, en la que la inflación batía marcas anuales de 3.000% y en la que circulaban rumores de un nuevo golpe militar.
La historia es conocida. Cardoso fue electo en 1994 gracias a la estabilización de la economía lograda por el Plan Real, que impulsó como ministro de Hacienda de Itamar Franco, y lideró un admirado proceso de modernización que, no sin tropezones, continuó Luiz Inácio Lula da Silva en el 2003 y comenzó a resquebrajarse tras el derrumbe del superciclo de las materias primas.
En la espiral de debacle que siguió a ese proceso, la política tradicional fue puesta en el banquillo a partir del 2014 con la eclosión de la operación Lava Jato, los empresarios que la financiaban fueron presos y sus compañías arrasadas, un juicio político forzó la caída de Dilma Rousseff, y un outsider al sistema que organizó a la mayor nación latinoamericana desde su redemocratización en 1985, Jair Bolsonaro, fue aupado al poder.
Sergio Moro, el ex juez del Lava Jato y uno de los factores principales de la nueva etapa que convirtió en parias políticos a los padres de la llamada Constitución ciudadana de 1988, acaba de saltar del barco que capitanea Bolsonaro.
Moro, como bien lo explicitó su esposa, Rosángela Wolff, tiene aspiraciones presidenciales. Deberá competir en un atomizado espacio de centroderecha en el que ya juegan los gobernadores de San Pablo, Joao Doria, y de Río de Janeiro, Wilson Witzel. Y remar contra una política y un Poder Judicial que en gran parte lo detesta.
El juez Gilmar Mendes, miembro del Supremo Tribunal Federal, le hizo una despedida demoledora, con una visión que representa a parte de la política brasileña dominantes antes del Lava Jato y que busca, en la coyuntura, acercarse al gobierno y sostenerlo, incluso a través de acuerdos vistos en la nueva era como espurios.
“Hace mucho critico la manipulación de la justicia, por medio de los medios y otras instituciones, para proyectos personales de poder. La creación de héroes y de falsos mitos desarrolló un ambiente de mesianismo e intolerancia. Autoritarismo judicial y político son amenazas a la Constitución”, escribió Mendes.
El juez pidió aprender. “El combate a la corrupción exige una acción de miles de agentes públicos y el respeto a ley y no la actuación aislada de una persona. No hay solución democrática fuera de la virtud política. Que la historia reciente nos reserve un reencuentro con el Estado de Derecho”.
La crisis, que incluye pedidos de renuncia y juicio político, puso a Bolsonaro en un punto límite. Para conservar el poder, deberá compartilo y negociar con el Congreso que alberga a la política a la que repudió pero que necesita para recuperar gobernabilidad. Aliados nuevos podrá encontrar. Al final, como alguna vez dijo el ex gobernador de San Pablo Paulo Maluf, Brasilia es una colmena en la que la mitad de las abejas vuela y la otra fabrica cera. ■