Clarín

Nadie sabe nada

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Los mejores consejos están todos dichos. Uno de ellos, de hace 2.500 años, proviene de Sun Tzu. En su obra clásica, ‘El arte de la guerra’, el estratega chino dice que la clave de la victoria es “conocer a tu enemigo”. El principio se puede extender a batallas de todo tipo. A los conflictos políticos, a las negociacio­nes comerciale­s, a los pleitos familiares, a las conquistas sexuales, al fútbol, al coronaviru­s.

Leí más artículos científico­s en los últimos 40 días que en los anteriores 40 años. Sigo los medios todos los días en dos idiomas, siempre sobre lo mismo. Sólo hay un tema de conversaci­ón con mis amigos. Y siempre vuelvo a lo mismo. Que a día de hoy, tras más de 200.000 muertes mundiales confirmada­s, no entendemos nada. No conocemos al enemigo. Un bichito sin cabeza ha sido capaz de poner en jaque a los grandes cerebros de la humanidad.

Ya que sobran motivos para llorar, me encojo los hombros y me río. Pienso en el individuo que con solo apretar un botón dejaría el planeta en ruinas—pienso en Donald Trump. El presidente de Estados Unidos propuso el jueves que “meter luz solar dentro del cuerpo” más “una inyección” de “desinfecta­nte” mataría al bicho. No especificó el método para captar el sol en el esófago ni de qué desinfecta­nte hablaba, pero no dudemos de que sus devotos en Mississipp­i y Montana habrán vaciado los supermerca­dos de productos amoniacos para amenizar sus asados dominicale­s.

Claro, siempre existe la terrible posibilida­d de que Trump tenga razón. Bueno, quizás no, pero puede ser que la diferencia entre él y varios de los científico­s médicos que han salido a la luz del día en las últimas semanas sea más de estilo que de sustancia.

Todo el mundo se mofa hoy de la certeza de buey con la que Trump declaró hace un par de semanas que la hidroxiclo­roquina, un medicament­o contra la malaria, podría ser el santo grial que todo el mundo anhela. Ahora resulta que no lo es. Pero la idea no fue de Trump. Provino de la ciencia, la misma que nos asegura con gran convicción que los famosos “tests” van a resultar determinan­tes. Sí, quizá, pero tengo un amigo que estuvo ingresado en la UCI en el mejor hospital de París. Nadie tuvo la más mínima duda de que tuvo el coronaviru­s, pero los dos tests que le hicieron salieron negativos.

La última poción mágica con la que ha dado un sector reputado del mundo científico, con el apoyo entusiasta de Trump, es el remdesivir. La noticia del viernes fue que el remdesivir falló en su primer ensayo clínico.

Ni hablar, por supuesto, del misterio de porqué los chicos no se enferman, o de porqué los hombres mueren más que las mujeres, o si el haber tenido la enfermedad te vuelve inmune.

Lo más hilarante de todo lo que visto hasta la fecha tiene que ver con el tabaco. Hasta hace un par de semanas la ciencia médica no dejaba de repetir que para los que no habían dejado de fumar, éste era el momento. Pues la semana pasada médicos en China y Nueva York dijeron haber observado que, lejos de acentuar el daño del virus, el tabaco lo redu

A ver si en su próxima rueda de prensa, Trump recomienda que todo el mundo se acompañe... con un cigarrillo.

cía. Un estudio francés publicado esta semana concluye que el porcentaje de fumadores entre los pacientes ingresados es bajísimo respecto a la población no fumadora. La hipótesis, extraordin­aria, es que el tabaco no solo no estimula al virus sino que podría servir de protección contra él.

Es el momento de comprar acciones en Marlboro. Trump quizá ya lo haya hecho. A ver si en su próxima rueda de prensa recomienda que todo el mundo acompañe sus bebidas de desinfecta­nte con un buen cigarrillo.

Menos hilarante, y bastante más serio, sigue siendo la incapacida­d del mundo científico en ponerse de acuerdo sobre el índice de mortalidad del virus. Hace seis semanas el director general de la OMS, el oráculo de Delfos en cuyo juicio medio mundo basa sus medidas antivirus, declaró que el 3,4% de la gente infectada se moría. Uno de cada 30. Una barbaridad. Desde entonces estudios en California y Finlandia colocan la cifra real en menos de 0,2 por ciento, o sea uno de cada 500; el Imperial College de Londres, el oráculo en el que se basa el gobierno británico, reporta que la cifra más confiable rondaría el 0,66 por ciento, uno de cada 150. El consenso al que la mayoría de los científico­s parece aferrarse es que el 1% de infectados se muere del virus.

Si ese fuera el índice real, según un eminente epidemiólo­go de la universida­d de Stanford llamado John Ioannadis, la política de confinar a medio mundo, con el daño económico que conlleva, podría ser “totalmente irracional”. “Sería,” agregó, “como si un elefante fuera atacado por un gato. Frustrado, intentando esquivar al gato, el elefante accidental­mente se cae por un precipicio”.

La imagen podría resultar acertada para lo que está pasando en África. Hasta ahora -hasta ahora- el virus apenas ha hecho mella. Las eminencias que han pronostica­do el final del mundo en el continente más pobre explican que esto no es verdad, que ha pegado mucho más de lo que parece porque pocos países tienen la capacidad para contabiliz­ar adecuadame­nte las causas de muerte. Bien, pero uno de esos pocos países con un sistema sanitario moderno es Sudáfrica. Sudáfrica tiene 58 millones de habitantes y el total de muertos de coronaviru­s allá hasta el viernes era 75, 300 veces menos que aquí en España, cuya población es menor.

¿Quién lo sabe explicar? Nadie. Yo, pese al desconocim­iento general, pienso cumplir mi arresto domiciliar­io hasta que me digan lo contrario. Pero todos los días, mientras leo sobre el gran drama de nuestros tiempos, oigo en mi cabeza en algún momento las palabras de una distinguid­a profesora de historia de la Universida­d de Oxford llamada Margaret MacMillan, de 76 años. La pregunta que ella se hace, según cuenta The Times de Londres, es si la posteridad verá la respuesta que le dimos a esta crisis y concluirá que el mundo se volvió loco.

Me consuela pensar que la Doctora MacMillan tampoco sabe nada. ■

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Sin filtro. Trump propuso “meter luz dentro del cuerpo” y “una inyección de desinfecta­nte”. “Serían letales para el virus...“. Mientras, la comunidad científica sigue investigan­do.
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