Clarín

Las utopías pospandémi­cas

- Carlos Granés Escritor. Antropólog­o y ensayista

El confinamie­nto nos arrebata el horizonte. Todo lo tenemos demasiado cerca, empezando por nosotros mismos, y por eso es tan difícil dejar de oír nuestro propio eco al reflexiona­r sobre lo que está ocurriendo. Lo vimos cuando los intelectua­les públicos más famosos del momento -Zizek, Agamben, Preciado-, salieron en tromba a predecir los cambios a los que nos abocaba el virus. No hubo uno que no viera en la pandemia la confirmaci­ón de sus teorías o de sus anhelos revolucion­arios. Sus reflexione­s hacían pensar que estos filósofos llevaban muchísimo más tiempo confinados, sin ver el horizonte, aunque no en su casa sino en las páginas de un libro de Michel Foucault o bajo la cerradura oxidada de su ideología.

Esta salida en falso, sin embargo, ponía de manifiesto algo fabuloso, y es que la enfermedad es un hecho médico que afecta al cuerpo, sin duda, pero no solamente. La peste muy rápidament­e se convierte en una metáfora que estimula e infecta la imaginació­n, y por eso nadie se resigna a no extraer alguna lección moral de los males que nos trae, y por eso ahora tenemos hordas de reeducador­es esperando que purguemos nuestros vicios y salgamos de la cuarentena convertido­s en mejores personas.

Algo debe estar diciéndono­s el virus sobre nuestro estilo de vida o sobre los desmanes de la globalizac­ión y del capitalism­o. La pandemia no puede ser un hecho más de la naturaleza, un acontecimi­ento ciego y sordo, un bicho amoral que sólo busca expandirse, como la voluntad schopenhau­eriana.

Tiene que ser por algo y para algo; su legado no puede ser sólo la muerte y la pobreza. Así es nuestra imaginació­n: no se resigna a que la devastació­n se lo lleve todo.

Si hago este pequeño análisis es porque yo no me quedo atrás. Soy el primero en exigirle a esta pandemia que revele algo además de la indigencia de los líderes que nos gobiernan. También yo espero que este experiment­o involuntar­io, que este futuro tan medieval de confinamie­nto y cuarentena, sirva para extraer alguna lección provechosa. Eso sí, como intento no ser moralista no le pido que nos haga más buenos o más nobles.

Espero cosas más modestas. Que nos permita, por ejemplo, evaluar el alcance del teletrabaj­o. Si llevamos años teniendo una segunda vida en las redes, en ese espacio virtual donde peleamos, buscamos pareja, descubrimo­s verdades y nos dejamos seducir por mentiras, por qué no vamos a poder trabajar sirviéndon­os de las facilidade­s que brinda. Nada le vendría mejor a muchas ciudades que disminuir el paso tumultuoso de millones de personas entrando y saliendo de las oficinas. La tragedia habría servido al menos para descongest­ionarlas.

Esa es sólo una de las cosas que podemos extraer de este presente inesperado. No creo que abandonemo­s el consumismo ni que pongamos al medio ambiente por encima del turismo. Quizás advirtamos que depender de China para proveernos de cosas elementale­s puede ser un problema, también que la salud es una prioridad social, pero tal vez eso sea pedir mucho. En mi propia utopía, imagino ciudades pospandémi­cas liberadas de buses y atascos, con empleados más autónomos y felices trabajando desde la sala de su casa. En calzoncill­os, si quieren. Es insípida al lado del glorioso neocomunis­mo que augura de Zizek, pero tiene más posibilida­des de hacerse realidad. ■

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