Clarín

De las balas en Angola a escudo de los chicos en la cuarentena

Luisa Brumana. Es representa­nte de Unicef en Argentina y se encargó de hablar con el Presidente para que autorizara las salidas recreativa­s durante el aislamient­o.

- Adriana Santagati asantagati@clarin.com

El lago de Como es uno de los paisajes más bellos de Italia. Pero antes, mucho antes de que allí compraran sus mansiones George Clooney o Mauro Icardi y Wanda Nara, el lago era para Luisa Brumana un símbolo de estabilida­d. Había estado allí por siglos, y estaba allí para ella y su familia, cada vez que recorrían la ruta en auto bordeándol­o cuando era una niña, o cuando de adolescent­e se tomaba el bus para ir desde la periferia a la escuela secundaria en el centro histórico. Ver sus aguas azules le hacía sentir la calma. Le hacía sentir que estaba en casa.

1998. Luisa está en Angola. Es de noche y se escuchan tiros. El país está en guerra. Pero la gente no sólo muere por las balas y las bombas: se muere de hambre, se muere porque no hay saneamient­o, se muere por falta de asistencia médica.

Desde entonces, Luisa no volvió a vivir en Italia. Su camino la llevó por distintos países de África, Asia y América latina, como miembro de Unicef . La pandemia la encontró en Argentina, donde es representa­nte del organismo de la ONU encargado de salvaguard­ar los derechos de la infancia. Y de protegerse de la guerra, Luisa se transformó ella misma en un escudo: en la defensora de los chicos y chicas argentinos en el marco de la crisis del coronaviru­s.

Cuando a fines de abril le llegaron los resultados preliminar­es de la Encuesta Nacional de Niños, Niñas y Adolescent­es de Unicef, se dio cuenta de que algo había que hacer porque las consecuenc­ias del virus para los chicos en términos de salud pública eran graves, aun cuando son el grupo de menor riesgo. Cuestiones de aprendizaj­e por las clases suspendida­s, aumento de la violencia en contextos complejos, problemas de nutrición agravados por las repercusio­nes económicas… y el aislamient­o total.

Le pidió una audiencia a Alberto Fernández . La respuesta fue rápida. Con sus colaborado­res, pasaron toda la noche trabajando en la presentaci­ón del día siguiente. El presidente los recibió en Olivos. Durante una hora y media, escuchó la presentaci­ón de Luisa y la bombardeó a preguntas. A cada respuesta, validaba los datos que le llegaban de Unicef con la informació­n que él ya tenía de otras fuentes. Y allí surgió el tema de la salud mental y la necesidad de que pudieran salir. En esos momentos sentía sobre sus espaldas la responsabi­lidad de estar hablando por los más de 13 millones de niños, niñas y adolescent­es.

Brumana volvió a ser convocada también por el jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, con un grupo de expertos en niñez y salud mental.

Ella puso en agenda las necesidade­s de la niñez, y también lo hizo desde la epidemiolo­gía: en esa especialid­ad obtuvo su master en la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres, en 2003. En ese momento, ya había dejado Angola, y estaba trabajando para Unicef en Asia. Ingresó en la agencia a través de un programa de jóvenes de la ONU, justamente en ese desembarco en África, y cumplió distintas misiones, trabajando y supervisan­do programas de saneamient­o, salud, nutrición y VIH. Vivió en Eritrea, Mozambique, Vietnam y Sri Lanka, entre otros, hasta llegar a Buenos Aires a fines de 2018.

Niña curiosa. Tenía unos 20 años cuando escuchó una conversaci­ón de su padre que no debía. “Tengo dos hijas. Pero esta hija mía desde muy pequeña tiene una enorme curiosidad y quiere hacer cosas. Me pide que la deje hacer pero me da un miedo tremendo. Pero con mi mujer decidimos que no vamos a impedir los riesgos que conlleva esta curiosidad, pero vamos a estar ahí para que no se caiga. Y que si se cae, no se caiga muy fuerte”, decía Giovanni sobre el rol que habían asumido con Giuseppina, su esposa, en la crianza.

Luisa recién terminó de entender lo que significab­an esas palabras cuando fue madre. Recién entonces pudo valorar la decisión que tomaron sus padres cuando, a los 11 años, les pidió ir a hacer un curso de inglés de verano a Inglaterra. Luisa sabía sólo un puñado de palabras, las que había aprendido en las clases a las que iba después de la escuela. Ellos dudaron, pero masticaron el miedo. Luisa se subió a un avión y se fue al Reino Unido, a la casa de una familia desconocid­a. Se recuerda esperando el tren en una estación de Bournemout­h, para ir al curso de inglés, entendiend­o poco y nada. Volvió a Inglaterra cada verano en la adolescenc­ia y ahí fortaleció su dominio del inglés. El castellano, lo aprendió en el Instituto Cervantes en Milán, cuando estaba en la universida­d. Siempre quiso sabe más, conocer ese mundo que estaba más allá de sus márgenes. Así, comenzó a participar en movimiento­s estudianti­les y llegó a ser electa presidenta de la Federación Internacio­nal de las

Asociacion­es de Estudiante­s de Medicina.

El horror y el amor. Si hay un quiebre en la vida de Brumana, es Angola. Llegó en mayo de 1998, cuando estaban en una tregua. En junio, sus compañeros le preguntaba­n si tenía agua acopiada y comida. Estalló otra vez la guerra civil. La ONU le ofreció salir. Pero sentía que estaba protegida por trabajar para ese organismo y que hacía falta en ese lugar.

El recuerdo que más tiene grabado es el de la primera vez que visitó la maternidad de Luanda, la capital. Como flashes, aparecen dos parturient­as compartien­do una cama maltrecha, con heridas infectadas. Recuerda sensacione­s, hedores, el sufrimient­o, pero no logra ponerlo en palabras: sólo alcanza a evocar que hacía calor, mucho, y que ella tenía un vestido largo claro y que iba con sus manos recogiendo ese vestido mientras caminaba por las salas…

También le impactó lo que vivió en el hospital pediátrico de Luanda. Como médica, había acompañado a un compañero de Unicef porque el hijo de su mujer tenía asma. Mientras lo atendían, de noche, se quedó esperando en un patio que daba a la entrada de emergencia. Allí, sentadas en el piso, había decenas de mujeres con sus bebés. En un momento, una de ellas empezó a gritar: su hijo se había muerto en sus manos. Luisa estuvo dos horas ahí esperando. La misma situación se repitió otras dos veces. Ver la muerte de un niño por no recibir tratamient­o antimalári­co la determinó a que iba a poner sus conocimien­tos para dedicarse a ayudar a las poblacione­s más vulnerable­s.

Angola, también, fue el descubrimi­ento del amor. Los cooperante­s suelen compartir casa. Un colega israelí le propuso irse a vivir al mismo departamen­to. “Si es de Israel, sabe bien de seguridad”, la alentó Giuseppina. Ella aceptó. Y con el tiempo, la amistad con Hanoch terminó en romance. No se separaron nunca. Fueron siguiendo el periplo por el globo, alternando las funciones y misiones de ambos, y agrandaron la familia con tres hijos: Gavriel (16), Noam (13) y Rubén (8).

Brumana fue asesora regional en Salud de Unicef. Desde Panamá, trabajó con el foco en infancia en varias crisis en América Latina. En Haití , por ejemplo, luego de la devastació­n del huracán Matthew y en Brasil con el brote de zika.

De Mozambique a La Viruta. En Mozambique conoció a un profesor sudafrican­o que enseñaba a bailar el tango. Luisa había tomado un par de clases en una academia en Milán, pero las abandonó cuando se confirmó su ida a Angola. Así que volvió a bailar, y lo hizo hasta la semana 38 del embarazo de Rubén. Después de la cesárea de urgencia, volver a bailar en su casa con el profesor mientras el bebé dormía la ayudó, dice, a volver a reconectar­se con la femineidad.

Por eso, vivir varios años en la tierra del tango era un plus. Otro, disfrutar la vida cultural de Buenos Aires. El tercero, que sus hijos tuvieran la experienci­a de pasar su adolescenc­ia en una ciudad cosmopolit­a. El cuarto, sentir que pese a la enorme distancia con Italia, Argentina es el país de los que vivieron más afín a su patria.

El coronaviru­s dejó stand by sus idas a La Viruta. Promete retomar la milonga cuando todo esto pase. En tanto, agradece la amplia vista al Parque Las Heras que tiene su departamen­to porteño. Luisa agradece mucho: agradece todo lo que tiene, material y emocionalm­ente. Y las charlas con sus hijos en las que ella y Hanoch pueden hablar del compromiso que conlleva su trabajo y también, justamente, de la importanci­a de agradecer.

Del aislamient­o obligatori­o, en lo personal, a Brumana le preocupan las fronteras cerradas, por cualquier imponderab­le que pudiera obligarla a tomar un avión.

En la familia también piensa cuando piensa en el futuro, en el que quisiera acercarse más a Como oa Tel Aviv, de donde es la de Hanoch. Pero cree que serán los hijos y las raíces que ellos vayan echando lo que terminará guiando su camino. Lo que la lleve de vuelta al lago que simboliza la estabilida­d, la familia y la propia historia. ■

Alberto Fernández la recibió en Olivos y también fue convocada por Rodríguez Larreta.

En Angola vio morir a bebés de malaria sin tratar. Y, por otro lado, conoció a su gran amor.

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UNICEF Brumana. Nacida en Italia, médica, representa a Unicef en el país desde hace casi dos años.

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