Las peluquerías frente al paso del coronavirus
Me gusta pensar que Alfredo había logrado una rutina perfecta, inquebrantable en su repetición, contorneada a pulgar e índice durante más de 30 años.
Ya pasó los 60, es delgado, ronda el metro setenta y cinco, las canas le ganaron la cabeza y la barba candado. Experto en el ritual de llevar una conversación, deja que el cliente administre silencios y palabras. No le interesa nada el fútbol; menos, contradecir. Supe, con el correr de mis visitas, que está casado, que es vegetariano, que admira la filosofía oriental, que se mueve en bicicleta, que cada día, después de cerrar al mediodía, va a nadar. Que compite de vez en cuando en aguas abiertas, que repite cada año el lugar de sus vacaciones, con sus suegros. Que accedió a tener un celular hace muy poco. A su reino no le sobra ni un centímetro cuadrado.
Un ejemplar de Clarín y números recientes de Gente y de Muy Interesante siempre ocupan la mesa baja, apenas separada de la puerta de entrada y rodeada de tres sillones individuales; un perchero, una pizarra de fieltro negro con el precio del corte de pelo armado en letras encastrables y, en seguida, el no tan aparatoso trono de barbero. Medio paso hacia el fondo, un breve espacio misterioso. Desde allí proviene la música compilada por un sobrino o el sonido de la radio; hacia allí se dirige Alfredo si necesita cambio para dar un vuelto. Los domingos, le dedicaba un rato a limpiar su lugar, lo he visto.
En un anochecer de los últimos, intrigado, me acerqué al local. El frente vidriado estaba cubierto con papel y un escueto cartel avisaba: “Cerrado temporariamente”.