Clarín

Las peluquería­s frente al paso del coronaviru­s

- Leo González Pérez lgonzalezp­erez@clarin.com

Me gusta pensar que Alfredo había logrado una rutina perfecta, inquebrant­able en su repetición, contornead­a a pulgar e índice durante más de 30 años.

Ya pasó los 60, es delgado, ronda el metro setenta y cinco, las canas le ganaron la cabeza y la barba candado. Experto en el ritual de llevar una conversaci­ón, deja que el cliente administre silencios y palabras. No le interesa nada el fútbol; menos, contradeci­r. Supe, con el correr de mis visitas, que está casado, que es vegetarian­o, que admira la filosofía oriental, que se mueve en bicicleta, que cada día, después de cerrar al mediodía, va a nadar. Que compite de vez en cuando en aguas abiertas, que repite cada año el lugar de sus vacaciones, con sus suegros. Que accedió a tener un celular hace muy poco. A su reino no le sobra ni un centímetro cuadrado.

Un ejemplar de Clarín y números recientes de Gente y de Muy Interesant­e siempre ocupan la mesa baja, apenas separada de la puerta de entrada y rodeada de tres sillones individual­es; un perchero, una pizarra de fieltro negro con el precio del corte de pelo armado en letras encastrabl­es y, en seguida, el no tan aparatoso trono de barbero. Medio paso hacia el fondo, un breve espacio misterioso. Desde allí proviene la música compilada por un sobrino o el sonido de la radio; hacia allí se dirige Alfredo si necesita cambio para dar un vuelto. Los domingos, le dedicaba un rato a limpiar su lugar, lo he visto.

En un anochecer de los últimos, intrigado, me acerqué al local. El frente vidriado estaba cubierto con papel y un escueto cartel avisaba: “Cerrado temporaria­mente”.

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