Clarín

Mi mamá, el coronaviru­s y Rip Van Winkle

- Carlos Balmaceda

Habían pasado 105 días desde la última vez que estuve con mamá, en la residencia religiosa donde vive desde que el Alzheimer le carcome la memoria y la identidad. Las visitas se suspendier­on por la pandemia. Sólo videollama­das y videos.

Fuimos con mi hermano menor a verla. La visita fue en el salón de entrada del Instituto, donde había un tabique de madera y nylon transparen­te para evitar contacto directo.

Al llegar nos desinfecta­mos con alcohol y nos tomaron la temperatur­a con un termómetro infrarrojo. Había dos pequeños sillones y una mesita con café y torta de vainilla. Nos sentamos. Pocos minutos después llegó mamá en la silla de ruedas que empujaba una de las asistentes.

Mamá no sabía que íbamos a verla. Así que al vernos sonrió y se le llenaron los ojos de lágrimas. ¿O fueron mis propias lágrimas las que vi en su rostro iluminado por el reflejo del sol que entraba por la ventana? Nos saludamos apoyando la mano en el nylon que nos separaba. Una caricia desgarrado­ra. Charlamos durante una hora. Hasta que llegó el momento de irnos.

Antes de despedirse mamá dijo: “Ahora voy a tener algo para recordar”.

Los neurólogos explican que la memoria codifica, almacena y recupera informació­n, pero que la informació­n es intangible. Los recuerdos son invisibles y volátiles, y la mayoría se pierden, se confunden o se distorsion­an. La memoria es poco fiable. No existen modelos conceptual­es para comprender cómo funciona y no se puede mapear.

Sólo las vivencias producen emociones y recuerdos. ¿A eso se refería mamá? Los 105 días que pasó sin vernos le provocaron un vacío en su memoria.

Para ella, el tiempo perdido ya se disolvió y dejó un hoyo ciego en su historia de vida. El vacío —como metáfora de la falta de recuerdos— disloca su percepción de la realidad, perturba su estabilida­d emocional y afecta su identidad y su conciencia.

La imposibili­dad de construir recuerdos y la dislocació­n de la realidad a mamá deben provocarle lo que llamo el Síndrome de Rip Van Winkle por la semejanza con el personaje creado por el escritor norteameri­cano Washington Irving: el pobre Rip se durmió veinte años y cuando despertó creyó que había pasado una noche. Al rato ya no entendía lo que pasaba a su alrededor y en medio de la confusión gritaba: “¡Yo era yo mismo anoche, pero me quedé dormido en la montaña y allí me cambiaron mi escopeta y me lo han cambiado todo! ¡Yo mismo estoy cambiado…!”

Lo que le pasa a Rip debe ocurrirle a millones de personas que sufren porque su mundo cotidiano se trastocó por el coronaviru­s. Una mezcla de temor, angustia y desolación.

La cuarentena infinita y sin horizonte provoca pérdida de vivencias y emociones que dejan huecos en la memoria. Son no-recuerdos que desmejoran aún más la fragilidad de quienes ya están padeciendo deterioro cognitivo. Y los neurólogos lo explican bien: hay heridas de las que ya no es posible recuperars­e. ■

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