Un juego que podamos jugar todos
Angie desde la video llamada me dice “Veo, veo”, a lo que debo responder obligado: “¿Qué ves?”. Es claro que no tengo la menor idea de lo que está en su rango visual. Entonces aventuro una derrota. La aristocracia del juego en la era del Zoom no es simple, requiere equipos, Internet que funcione, dinero para acceder a las últimas novedades y a la play “mil y tantos”, porque las de un dígito ya empiezan a quedar obsoletas.
El juego, en general, plantea metas u objetivos. Enseña reglas a cumplir, aplica sanciones a los infractores y a los que pierden (antes se las llamaba prendas), permite reconocer que hay otro que juega. Sirve para socializar y desarrollar capacidades intelectivas, psico-motrices, cognitivas y mnemotécnicas, entre otras. Por supuesto que no están en el mismo nivel las payanas, la perinola, el yo-yo, el balero, el trompo, la rayuela y el elástico que la lucha de pulgares, dígalo con mímica, la batalla naval o los palitos chinos.
Pero estos juegos infantiles de antaño sí tienen en común su carácter democrático, igualitario. No hay que ser rico para jugar a las bolitas, ni ser demasiado pobre para el Antón Pirulero, la Farolera, el Patrón de la vereda, la gallina ciega o destacarse en una carrera de embolsados.
La tan ensalzada meritocracia tiene su fundamento en la igualdad del punto de partida y estos juegos lo tenían y lo mantienen. En el ludo todos poseemos cuatro fichas. En el piedra, papel o tijera todos jugamos a un tiempo con la mano. La margarita deja adivinar amores sin preguntar linaje alguno y un palo de escoba puede ser montado por jinetes de barrios con calles de tierra, asfalto o pavimento. El papel permite hacer barcos o aviones indistintamente y la madera puede ser tanto una espada como un techo o un puente sobre unas piedras.
El avance tecnológico es imparable, pero a la par del desarrollo de este paradigma cabe preguntarse si el paradigma moral debe acompañar ese avance en silencio o llamar la atención sobre una nueva aristocracia del juego. Un lugar donde los menos interactuarán con sus pantallas, en grupos cerrados, donde el campo de juego y el patio de juegos, ya no sea refugio de mayorías ansiosas de ser felices al compartir experiencias, conocer diferencias, aprender otros colores y gustos.
“Veo, veo”, me dice Angie, sentada frente a mi mesa. Y la abuela, el tío, las primas y los vecinos que están de visita se preparan para jugar un juego que jueguen todos.
Miguel Ángel Reguera miguelreguera@yahoo.com.ar