Noticia de Vicente Barbieri
En el parque de diversiones me esperaba el Desconocido. Estaba de pie, junto a la puerta de entrada. Su libro del mes de noviembre trasladaba todos los rostros a la penumbra.
“Me voy a lo de Barbieri”, le dije. “Usted es su amigo; puede acompañarme”.
El Desconocido hojeó el enorme tomo de las citas y respondió: “Ya me he burlado bastante de él. No, nunca iré a visitarlo. Ninguna de mis anotaciones lo registra. Usted puede decirle que las otras veces le he mentido”.
Esa, pues, era la experiencia del misterio. Barbieri resucitaba siempre. Pero yo no le diría una palabra de aquel secreto. Iba a quedarse muy triste.
Cuando llegué a su casa, él estaba solo, en una esquina de la habitación, junto a los amigos maravillosos. Nolca tocaba las costas de su frente, ese borde lunar.
Entonces, Barbieri me habló de su soledad y de pequeños crepúsculos. Pero desapareció súbitamente. Un lejano compañero lo sustituía. Alguien debió soñarlo en ese instante. Y ya no lo vi más entero, navegable. Sólo su alto contorno, la llama de sus pies, su voz elemental. Macedonio Fernández apareció y dijo: “Todos conocen a Vicente cuando están muertos. Quién sabe dónde ahora aprieta él las manos del aire y sonríe”.
Barbieri quedó preocupado; quería desmentir todo eso. Habló de los vivos: “Ardiles Gray, era delgada grieta… Galán, con su otra niña del asombro”.
Pero yo ya no le creía. Imaginé que a él tampoco le importaba sentirse descubierto. Que nada de eso destruía su tiempo de poeta.
Irma Ester había llegado. Inadvertidamente tocó la barba encendida de Endimión. Y una apretada luz quedó danzando, absorta, entre las cosas.