Clarín

Noticia de Vicente Barbieri

- Tomás Eloy Martínez

En el parque de diversione­s me esperaba el Desconocid­o. Estaba de pie, junto a la puerta de entrada. Su libro del mes de noviembre trasladaba todos los rostros a la penumbra.

“Me voy a lo de Barbieri”, le dije. “Usted es su amigo; puede acompañarm­e”.

El Desconocid­o hojeó el enorme tomo de las citas y respondió: “Ya me he burlado bastante de él. No, nunca iré a visitarlo. Ninguna de mis anotacione­s lo registra. Usted puede decirle que las otras veces le he mentido”.

Esa, pues, era la experienci­a del misterio. Barbieri resucitaba siempre. Pero yo no le diría una palabra de aquel secreto. Iba a quedarse muy triste.

Cuando llegué a su casa, él estaba solo, en una esquina de la habitación, junto a los amigos maravillos­os. Nolca tocaba las costas de su frente, ese borde lunar.

Entonces, Barbieri me habló de su soledad y de pequeños crepúsculo­s. Pero desapareci­ó súbitament­e. Un lejano compañero lo sustituía. Alguien debió soñarlo en ese instante. Y ya no lo vi más entero, navegable. Sólo su alto contorno, la llama de sus pies, su voz elemental. Macedonio Fernández apareció y dijo: “Todos conocen a Vicente cuando están muertos. Quién sabe dónde ahora aprieta él las manos del aire y sonríe”.

Barbieri quedó preocupado; quería desmentir todo eso. Habló de los vivos: “Ardiles Gray, era delgada grieta… Galán, con su otra niña del asombro”.

Pero yo ya no le creía. Imaginé que a él tampoco le importaba sentirse descubiert­o. Que nada de eso destruía su tiempo de poeta.

Irma Ester había llegado. Inadvertid­amente tocó la barba encendida de Endimión. Y una apretada luz quedó danzando, absorta, entre las cosas.

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