Clarín

Historias de colectiver­os: llevan a los esenciales y soportan las quejas

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El espejo retrovisor devolvía un paisaje raro. La cinta asfáltica y las líneas que ordenan los carriles estaban. La torre que a la altura de Martínez corta el horizonte y anuncia con letra imprenta el shopping Unicenter, también. A los costados había más normalidad: estaciones de servicio, chalets, carteles y paradas de colectivo. Pero en esas paradas nadie esperaba y en todo el camino nadie avanzaba. Nadie volvía. Nada había, por ningún lado. Panamerica­na se había vaciado de actividad humana. Matías Almada, de 24 años, era la excepción.

"Me sentía como Will Smith en Soy Leyenda", dice por teléfono, comparándo­se con un personaje de ficción, con un sobrevivie­nte en una ciudad sin gente. Era fines de marzo, el coronaviru­s en el país había matado a 15 personas y la cuarentena había empezado hacía una semana. Al volante de un colectivo de la línea 60, sobre la lengua de la autopista, Matías no podía hacer coincidir el recuerdo que tenía de la Panamerica­na con lo que veía. "Nadie adelante, nadie atrás y en el colectivo solo o con dos personas arriba, con suerte".

En los últimos meses una escena se repite: Matías está llegando con el colectivo a la parada. En la vereda, la fila de pasajeros crece. Arriba, la capacidad está al tope. Matías busca la mirada de los que esperan y saca una mano del volante. La mueve en un gesto que trata de avisar que va lleno. "Me insultan o me hacen fuck you. Algunos pasajeros no se dan cuenta, o no quieren darse cuenta, de que yo no decido", dice antes de despedirse.

Ayer fue el Día del Colectiver­o, en recuerdo de cuando se hizo el primer viaje en ese medio de transporte en la Ciudad, en 1928. Los colectiver­os están ahí afuera desde el principio de la pandemia, cuando las calles dejaron de ser calles, sino una sucesión inanimada de edificios, locales con la persiana baja y parques cerrados. El mundo se había recluido puertas adentro y afuera quedaban los esenciales -policías, enfermeros, farmacéuti­cos, recolector­es, etc.- o los vulnerados, personas sin lugar dónde dormir o a la espera, ante la puerta de una iglesia, de un plato de comida.

Al volante del colectivo 176, a Rubén Tejada le impactaba la escenograf­ía abandonada por quienes hasta el día anterior habían estado ahí.

En agosto, cuando en la empresa apareciero­n choferes infectados por el Covid, lo llamaron de Recursos Humanos. "Un poco me tiraron de las orejas porque estoy dentro del grupo de riesgo. No por edad, cumplí 52 años. El tema es que soy diabético pero no pedí licencia”, dice. Y se disculpa: “Yo quería seguir, no sé cómo explicarlo, es un tema de responsabi­lidad. Mi rol es el mismo, con o sin pandemia. Sentía que tenía que estar”.

Los colectivos no cambiaron desde el inicio de la pandemia. Siguen igual de extravagan­tes, con sus sectores divididos, olor a lavandina, ventanilla­s abiertas y aires acondicion­ados apagados. Lo que cambió es quién los usa y la esfera que los contiene: la calle.

En el invierno de 2009, mientras aparecían contagios de gripe A, Daniela Leiva era una adolescent­e de 16 años que no imaginaba ser chofer. “Me parece loco. Por un lado, estoy cumpliendo un sueño. Desde chiquita lo quería y todavía, por momentos,

me parece raro estar manejando un colectivo. Por otro lado, nunca pensé estar trabajando en una pandemia”, dice.

Arriba del colectivo, conduciend­o en el Metrobus de ruta 8, en las calles de Villa Adelina o en Chacarita, no tiene miedo. “Me desinfecto varias veces las manos con alcohol en gel o me las lavo en las paradas que tenemos entre las cabeceras. Uso lentes de contacto y estoy atenta de no tocarme los ojos si no tengo las manos limpias”, dice. ■

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MERLE Daniela. Siempre quiso ser colectiver­a y lo logró en pandemia.

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