La “mayoría automática” de Donald Trump, o “la Justicia soy yo”
En las elecciones de noviembre pueden suceder al menos tres escenarios: uno muy seguro, otro relativamente seguro y el tercero, una lotería, le dice desde EE.UU. un amigo diplomático a este cronista. El seguro
es que el demócrata Joe Biden ganará el voto mayoritario, como ha ocurrido con ese partido en siete de las últimas elecciones, algo nunca visto desde 1828 cuando se formó el actual sistema de partidos. El no tan seguro
pero en absoluto improbable, es que los demócratas aumenten su fuerza en Diputados, que controlan ya desde hace dos años, y que esmerilen a los republicanos su magra mayoría de tres bancas en el Senado que renueva un tercio de la Cámara. La lotería es que cualquier cosa puede suceder en las elecciones,
sea que gane uno u otro o que ganen ambos. Es decir, que no haya un ganador claro.
Las debilidades de Donald Trump frente a ese examen las exponen las encuestas que lo mantienen por debajo de su rival o la competencia cerrada en parte del puñado de Estados donde se definirá el futuro presidente. Las de Biden cuajan con sus limitaciones de imagen, pero quizá la más relevante pasa por el voto hispano en Estados centrales como Florida, que Trump milita bombardeando con sanciones a la Cuba castrista o elevando a Venezuela en la agenda de la mano de su canciller Mike Pompeo.
Esa estrategia aún no le ha dado los resultados que espera. La última encuesta de St Pete Polls para Florida Politics detectó un alza del voto hispano para el demócrata en ese Estado con una diferencia de 56% a 41%, mayor que hace 15 días y de tres puntos en el total de la población. Pero para observadores como el citado diplomático, la ausencia en la Convención Demócrata de figuras relevantes del mundo latino como Julián Castro , ex secretario de Vivienda de Barack Obama o Kevin de León, ex líder del Senado en California, indicaría un sensible déficit para Biden. La profunda incertidumbre sobre lo que puede suceder no solo abruma a los demócratas. La refleja también la Casa Blanca con su urgencia para cubrir la vacante en la Corte Suprema que dejó la muerte de la prestigiosa jueza Ruth Bader Ginsburg. El apuro se explica en varios niveles. No es claro que los republicanos tengan asegurado hacia adelante el control del Senado, que es la Cámara que define esos nombramientos. La urgente resolución del sucesor de Ginsburg con una figura conservadora consolidaría ese sector con seis votos sobre los tres del ala liberal donde descolló el pensamiento moderno e igualitario de la jueza desaparecida.
Un giro de esa magnitud anularía la capacidad de arbitraje que ejercía entre los dos espacios el presidente del Tribunal, el conservador moderado John Roberts, como le señaló a Clarín en Washington el académico Dick Howard. Esa diferencia, en la mirada de la Casa Blanca, sería clave si en la lotería de las elecciones no hay un ganador claro y la crisis se judicializa. Concluyente, el senador Ted Cruz, aliado de Trump y uno de los nominados como posible nuevo magistrado, advirtió, desconfiando incluso del juez Roberts, que “no podemos dejar que el día de las elecciones llegue con una Corte de 4-4”.
Lo que se busca construir es nítido y concluyente. Entre las candidatas, cuyo nombre final se conocerá este sábado, se destaca con casi seguras posibilidades Amy Barrett, magistrada ultracristiana y antiabortista. Detalle de color: esta abogada pertenece a una cofradía “People of Praise”, una sociedad secreta y ultraconservadora, que defiende la autoridad masculina en la familia y asigna a los miembros principales del grupo funciones de asesoría, llamadas “cabeza” (head) a los hombres y “sirvientas” (handmaid) a las mujeres. Según un antiguo artículo de The New York Times, los miembros de esa secta se someten a un juramento de lealtad de por vida en defensa de esos valores medievales.
Trump apuesta a que con este tipo de caricias acercará el voto evangélico. Pero el nudo central es que está convencido de que las elecciones acabarán en la Justicia debido a que la masividad del voto por correo generará lapsos mayores para el conteo, lo que habilitaría su ya anunciada denuncia de fraude. Supone que con el nuevo escenario en el Supremo contará con “una mayoría automática” -vale la referencia, no la única de este escenario, con la experiencia de nuestro país- para garantizar que la Corte lo señale como el ganador, no importa lo que suceda en las urnas.
Hay varios antecedentes que sobrevuelan este panorama. El más relevante es el de hace 20 años en las elecciones que en Florida virtualmente empataron George W. Bush y Al Gore. En esa estrechez, ambos obtuvieron alrededor del 49% de los votos con una ligera ventaja para el republicano que luego, por el conteo, se redujo a apenas 537 sobre los millones de electores del Estado. La diferencia menor al 0,5% obligaba por ley a repetir los conteos en determinados condados. Unas 48 horas de escrutinio automático dejaban a Bush a la cabeza, pero la diferencia había caído a 327 votos mientras crecía el escándalo y se multiplicaban las denuncias de fraude por los errores de los votantes al perforar la boletas. Con semejante cercanía entre uno y otro, menor ya al 0,25%, la ley ordenaba pasar a un moroso conteo manual. Se votó en noviembre y aún en diciembre no era claro quién iría a la Casa Blanca. Los republicanos decidieron, entonces, unilateralmente proclamar a Bush. Gore reclamó a la Corte Suprema. El Tribunal demoró solo un día para suspender los recuentos, lo que dejó a Bush adelante por esa mínima diferencia, definitoria.
Trump se ve en ese espejo, pero puede recibir una imagen distorsionada. La historia no suele repetirse de modo lineal. Las etapas cambian. Aparece, además, una incógnita en esta ambiciosa arquitectura de control. EE.UU. no es un país tan precario como lo supone el mandatario en el juego del equilibrio de poderes, un dispositivo que casi no es visible en otras fronteras como en varios países latinoamericanos. Los argentinos entendemos bien de qué se trata. Dicho de otro modo, Trump puede elegir un Tribunal conservador con la intención de convertirlo en una escribanía, pero vale preguntarse hasta qué punto ese vértice judicial, aun con las características extremas que señalamos, se alineará a su mando. No lo sabemos. Si así fuera, sería otro ejemplo - significativo- de la debacle de las democracias que marca esta época.
Es el mismo interrogante que se plantea sobre si esta Norteamérica de hoy es permeable a un retroceso en cuestiones como el aborto, el matrimonio homosexual o la inmigración que aletea una Corte con esos pensamientos. Es decir, si es esa forma cultural represiva y opaca la que buscará oponerse a la protesta social que ha crecido en el país contra la discriminación racial, el abuso policial y, eminentemente, por la crisis económica que desplaza hacia el abismo a una gran masa de las clases medias y medias bajas. ¿Están realmente dadas las circunstancias para esas precariedades? ¿O el contexto pesará mucho más que lo que se supone en los cenáculos del Salón Oval? Una gran potencia tiene múltiples crisis internas. El desafío es no intentar saldarlas con el debilitamiento de las instituciones y de la totalidad de un sistema que admiraba ya en 1831 Tocqueville en “La Democracia en América” por los frenos necesarios que descubría contra la tentación hacia los abusos en que podría caer el poder mayoritario, “igual de tiránico que un poder monárquico”.
A Trump puede resultarle esta estrategia y obtener lo que busca. Pero el siguiente interrogante para la historia es dónde queda el Estados Unidos que ha construido esta gestión. El presidente norteamericano ha convertido en un mérito su ausencia de liderazgo, no sólo con la pandemia a nivel doméstico, sino sobre el lugar que debería ocupar su país en el mundo.
Es interesante notar que en su discurso reciente en la 75° Asamblea de la ONU, desértica debido a la circunstancia pero, ese vacío, casi un símbolo de la crisis que sufre el multilateralismo, Trump introdujo un párrafo que se supone lejano a los intereses o la agenda de esa cita. Defendió su karma de “America First” sosteniendo que “rechacé los enfoques fracasados del pasado y puse a Estados Unidos primero”. Aún más importante, sostuvo que todos los países deberían hacer lo mismo.
Esa oda al nacionalismo es gravemente disruptiva. ¿Cómo se negocia con una nación que anticipa que sus intereses van primero? Aun peor si al mismo tiempo sugiere que todos los otros jugadores globales deberían alzar el mismo escudo. Para quien quiera buscarla, ahí está la respuesta de la ausencia de una coordinación global, que debió haber sido el eje central de la geopolítica cuando estalló la pandemia y su agregado de destrucción económica. La historia exhibe múltiples ejemplos que prueban que el reino del nacionalismo puede ser al mismo tiempo el reino de la irresponsabilidad. Este podría ser otro capítulo de esa certeza.w
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La incertidumbre sobre lo que puede suceder no solo abruma a los demócratas. También la refleja la Casa Blanca.