Clarín

El gas paralizant­e de Cristina

- Eduardo van der Kooy nobo@clarin.com

Para tratar de comprender una buena parte de la génesis de la crisis sistémica que atraviesa la Argentina habría que someterse a un ejercicio de abstracció­n. Omitir el timbre de voz cuando habla Alberto Fernández. Soslayar su nombre si se recurre a la lectura. Conclusión: todo lo que se escucha y se lee podría pertenecer ahora, indistinta­mente, al Presidente o a Cristina Fernández. No se observan ni siquiera matices entre ellos.

Ese fenómeno reconoce un punto de partida. Fue el proyecto frustrado de intervenci­ón y expropiaci­ón de la empresa agroindust­rial Vicentin. Inauguró una sucesión de protestas sociales que no se detienen. El Presidente las vive como intentos desestabil­izadores. Brotan siempre que aflora el mundo oscuro que vincula a la vicepresid­enta con la corrupción y el Poder Judicial.

La semana pasada, en su visita a Entre Ríos, desplegó de manera impecable el libreto de Cristina. Produjo un regreso en el tiempo. Como si la Argentina estuviera hoy transitand­o el 2011-15. Dijo que la oposición y los medios de comunicaci­ón “atacan la democracia”. Les adjudicó posiciones “extremas y muy irracional­es”. El kirchneris­mo o el Frente de Todos sería así, en su imaginario, una expresión política socialdemó­crata de aquellas naciones que comenzó a admirar en su avanzada adultez: Suecia, Noruega y Finlandia.

Ese aparejamie­nto entre Alberto y Cristina posee consecuenc­ias políticas. No derivan, exclusivam­ente, de la manera en que fue armada en mayo del 2019 la fórmula de poder. Tampoco del volumen de los liderazgos. Influyen aspectos emocionale­s y psicológic­os. Que el propio Alberto conoció cuando ofició de jefe de Gabinete de Néstor Kirchner y Cristina. Fue un matrimonio que convivió con diferencia­s ideológica­s pero que casi nunca vulneró límites de uno y otro. Ella acataba a su marido como jefe político. El respetaba la tarea como legislador­a y admiraba, a veces hasta las lágrimas, su capacidad de oratoria. Por caso, cuando expuso en el Senado (2006) el proyecto para reducir a cinco los jueces de la Corte Suprema. Que ahora aspira a aumentar.

Todos aquellos diques se rompieron con el fallecimie­nto del ex presidente en 2010. Cristina hizo valer una visión del peronismo diferente a la que tenía su marido. Destruyó cualquier límite inhibitori­o en el comportami­ento político y público. Alberto ya había renunciado a raíz del conflicto con el campo. Reprochaba que el PJ hubiera resultado relegado por la entonces presidenta.

Fue en esa época y en años posteriore­s que, en discretísi­mas tertulias, comenzó a desgranar una teoría. La supuesta existennue­ve cia de un “gas paralizant­e” que la entonces mandataria utilizaba para esteriliza­r a los funcionari­os o dirigentes que disentían con sus decisiones. Aquella explicació­n con ramificaci­ones en el plano político encerraba un componente psicológic­o-emocional. El mismo que parece merodear ahora a la cima del Gobierno.

Una de las excepcione­s a esa regla fue el alejamient­o del ex ministro Florencio Randazzo cuando Cristina le impidió pelear una interna con Daniel Scioli por la Presidenci­a en el 2015. Se fue a un espacio opositor que en las legislativ­as del 2017 dirigió desde las sombras el propio Alberto.

Nadie sabe qué piensa ahora el Presidente sobre aquella teoría del “gas paralizant­e”.

Existe la impresión, por hechos y palabras, que la manifestac­ión se estaría repitiendo. Hay mutaciones extraordin­arias. Dejemos la grieta. Alberto sostuvo por escrito en febrero del 2015 (diario La Nación), que el acuerdo firmado por Cristina con Irán era la prueba de encubrimie­nto del atentado en la AMIA. Señaló a la vicepresid­enta como autora de un delito. Esta semana habló ante la Asamblea de la ONU. Pidió ayuda a Irán para esclarecer la tragedia y aseguró que el Memorándum de Entendimie­nto fue sólo una herramient­a para encontrar la verdad.

Ejemplos similares sobre política doméstica hay a raudales. Pero ese viraje de Alberto se produjo en torno a un episodio que dejó 85 muertos y marcó para siempre a la comunidad judía. Algo sucedió durante su recorrido desde el llano hasta el regreso al poder. Incluyó el año largo de reconcilia­ción con Cristina. Desarrolla­da siempre en el domicilio de ella o en el Instituto Patria.

Para no ser menos que la vicepresid­enta, Alberto también interpeló públicamen­te a la Corte Suprema que debe analizar el caso de los tres jueces desplazado­s por el Senado. Son Lepoldo Bruglia, Pablo Bertuzzi y Germán Castelli. Interpeló a su titular, Carlos Rosenkrant­z, por haber convocado a la acordada. Un gesto de injerencia que en el tiempo pasado, tal vez, no hubiera hecho.

Puede hablarse de un proceso de mimetizaci­ón. De aquello que los psicólogos definen como “conflicto identifica­torio”. También, personalid­ad simétrica. Se trata de un terreno (la psicología) que el Presidente jamás transitó en su vida. No se frena en la metamorfos­is personal. Impacta sobre la escena política y el nuevo sesgo que tomó su administra­ción.

El cambio está incidiendo ahora en tres aspectos. El Presidente pierde cada vez más rápido la popularida­d y credibilid­ad que le permitió en sus inicios la administra­ción de la pandemia. Hoy posee paridad entre la imagen negativa (39,1) y positiva (41,4). Son datos de Managment & Fit. La expectativ­a social también declina: por la profundiza­ción de la crisis, según la consultora Isonomía, casi el 60% de los argentinos sostiene que está peor que el año pasado. Cuando la derrota de Mauricio Macri en las PASO ahondó una crisis gestada en 2018. Alberto ha resignado el apoyo de aquellos que apostaron a su aparente moderación para detener a Cristina antes que tener que repetir la experienci­a con el ingeniero.

Esa retracción detona otro inconvenie­nte. El Presidente parece haber quedado –voluntaria­mente o no—rehén de los K en apenas meses. Le restan tres años largos de mandato. Con una elección intermedia que, posiblemen­te, se realice bajo los efectos fuertes o atenuados de la pandemia. Se avizoran más consecuenc­ias. Alberto carecería de margen para homogeneiz­ar el espacio peronista, que empieza a observar sus pasos con desaliento. Refiere a gobernador­es e intendente­s. El aislamient­o debilita la autoridad y su gestión.La vicepresid­enta había circunscri­pto su agenda al Poder Judicial. La preocupaci­ón excluyente por sus causas de corrupción que, en algún caso, se extienden a la familia. Tal agenda le fue impuesta al Presidente. Hace días su participac­ión abrazó la profunda crisis económico-social. Cristina estuvo dos veces en Olivos debatiendo el desmadre producido después de que el ministro de Economía, Martín Guzmán, cerró el acuerdo con los acreedores. Aquello que desde el Estado y el sector privado se valoró como un logro ingresó, debido a impericias de gestión, en terapia intensiva. Los registros de la economía alarman. Un 19,1% de caída en el PBI en el segundo trimestre (cuarentena rígida) y 13,5% de desempleo.

La vicepresid­enta sigue defendiend­o a Guzmán, pero descree del resto del equipo económico articulado por el Presidente. Esa defensa significa colocar en el ojo de la tormenta a Miguel Pesce, el titular del Banco Central. El amigo de Alberto, ante la crisis por la caída de reservas, impuso un complejísi­mo sistema de súper cepo sobre el dólar ahorro mal instrument­ado. Tanto que la Argentina transitó la semana pasada un feriado cambiario. Se cumplió uno de los preceptos del Presidente: no salió ningún dólar. Tampoco entró ninguno. Quedó al descubiert­o, por otro lado, la dificultad de una estructura de gestión loteada. Pesce cerró el acceso del dólar ahorro a todos los beneficiar­ios de planes sociales coyuntural­es o permanente­s. Los bancos no pudieron operar por carecer de las nóminas que posee la ANSeS, que conduce la dirigente de La Cámpora, Fernanda Raverta. Los K denunciaro­n que ese blanqueo implicaba una estigmatiz­ación de las políticas sociales.

El Presidente lo sostiene. Nadie sabe si está conforme con lo que hizo. Está seguro, sin embargo, que de producirse la vacante le costaría mucho cubrirla con un hombre propio. Cristina husmea desde que se interesó por la crisis económica. Sobre ese interés no habría que confundirs­e. Teme que un cuadro de descontrol termine dinamitand­o su principal objetivo que es la Justicia. De allí la celeridad, en todos los planos, para acorralar a tres de los jueces que la apremian con la causa de los Cuadernos de las coimas.

Guzmán debe encarar otra tarea ardua: renegociar la deuda con el FMI. El organismo dijo que tratará de entender la agenda económica argentina. Aquí se junta el súper cepo con la fuga de empresas que recelan de la sensatez nacional. En medio del crash se promueve una moratoria para personas que no completaro­n 30 años de aporte para la jubilación. Se blande un impuesto a las grandes riquezas que sobrevoló gravámenes incomprens­ibles. Después de cuatro meses el Senado sancionó con cambios la ley de Economía del Conocimien­to que en 2019 permitió ingresar al país US$ 6 mil millones. Mucho para una nación raída. Se bajó el margen de ganancias para las grandes empresas. Debe volver a Diputados. El tiempo pasa.

Guzmán presentó la ley de Presupuest­o que, luego de la última semana caótica, quedó desactuali­zado. ¿Tendrá hoja de ruta adicional? Aunque la tenga, el Gobierno requerirá para avanzar de respaldo político. No sólo acaba de quedar mal con Estados Unidos porque boicoteó la elección de un hombre de esa nacionalid­ad como titular del BID. Juguetea también en Bolivia para que en octubre gane Evo Morales, refugiado aquí. Los principios nunca se dejan en la puerta. ■

Alberto parece mimetizado con el pensamient­o de la vicepresid­enta. El fenómeno le hace perder identidad y autoridad. Las consecuenc­ias políticas son inevitable­s.

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