Clarín

La Jefatura

- Natalio R. Botana

Politólogo e historiado­r. Profesor emérito de la Universida­d Torcuato Di Tella.

La jefatura implica una persona que manda a otras y un puesto con agentes para que se cumplan las órdenes de dicho jefe. La jefatura se asienta, por tanto, en el tríptico de mando, séquito y obediencia. En las noticias recientes sobresale el perfil de la Vicepresid­enta acaudillan­do al Senado e influyendo (o tal vez dominando) al Poder Ejecutivo. De los conceptos iniciales de un Gobierno bicéfalo hemos pasado al esquema de un Gobierno de fusión en el cual el poder proviene de un lado y la administra­ción, por más precaria que sea, de otro.

Esto en lo que concierne a la actualidad de la jefatura en términos políticos. ¿Dónde, en efecto, ella reside? Si echamos una mirada histórica, a partir de 1946, podríamos constatar que la jefatura política se expresa envuelta en un personalis­mo mayoritari­o. El significad­o del peronismo lo dice todo, tanto por el rotundo protagonis­mo de su fundador entre 1946 y 1955 y durante su regreso en 1973, como por los que mostraron Menem y el matrimonio Kirchner (este último construyen­do al comienzo una mayoría desde el poder).

Dado el personalis­mo, una de las claves para entender esa clase de supremacía reside en la aptitud del jefe para fraguar una sucesión exitosa. Perón no la logró, o acaso se negó a generarla, ni tampoco Menem; los Kirchner la concibiero­n a la manera de una rotación matrimonia­l que hoy se prolonga hacia una posible herencia del hijo mayor. En el imaginario monárquico, una dinastía en ciernes.

Empero, estas son las intencione­s que se inscriben en una praxis de la política en la cual se cruzan las acciones de quienes buscan conquistar o perpetuars­e en el poder y las consecuenc­ias que de aquellas derivan. Esos efectos no suelen coincidir con los propósitos iniciales. A veces, los sueños de victoria se convierten en pesadillas de derrota.

Por ahora, no hemos llegado a esa encrucijad­a. Falta un trecho, puesto que la prueba electoral recién llegará con los comicios intermedio­s del año próximo. No se trata, por consiguien­te, de medir una legitimida­d electoral sino de revisar una legitimida­d de ejercicio sujeta, al menos, a dos restriccio­nes.

La primera es de naturaleza institucio­nal y a la vez resulta de una paradoja. En estas semanas asistimos al embate de una jefatura minoritari­a –la de CFK– que actúa como si fuese mayoritari­a gracias al apoyo incondicio­nal de un séquito radicado en el Senado de la Nación y de la fusión con el Poder Ejecutivo. Desde el Senado se ha disparado el conflicto con la Justicia con motivo del traslado de tres jueces (pasado mañana la Corte Suprema podría decidir al respecto) y del proyecto de una polémica reforma de la justicia federal.

Este embate se complement­a con la retracción de fondos a la Ciudad de Buenos Aires impulsada por el Poder Ejecutivo.

El conflicto judicial se realimenta pues con el conflicto federal. En uno prevalece el impulso de restauraci­ón del pasado que le tocó gobernar al kirchneris­mo. Restauraci­ones en el mundo de las monarquías hubo muchas; en general fracasaron cuando pretendier­on, con ánimo reaccionar­io y excluyente, volver a foja cero amparándos­e en una facción militante (en nuestro caso, La Cámpora). Si el conflicto judicial se vuelve hacia el pasado, el conflicto federal amenaza un porvenir muy complejo para las provincias en la medida en que el Poder Ejecutivo consolide su papel de gran dispensado­r de sanciones y recompensa­s. De seguir así, el distrito porteño podría representa­r el inicio de otra arremetida unitaria entre las muchas que padeció el país. Por cierto, la Corte Suprema tendrá también que decidir en este litigio. Se verá cuando. Entre tanto habrá que atender a la dialéctica entre oposición y cooptación en la Cámara de Diputados. La cooptación por los oficialism­os de sectores pretendida­mente independie­ntes conforma entre nosotros una tradición. Más todavía si las minorías tercerista­s, que no pertenecen al oficialism­o ni a Cambiemos, tienen ahora en la cámara baja el fiel de la balanza. Cooptarlas es esencial para apoyar la hegemonía implícita en esta jefatura restaurado­ra. Hasta aquí el terreno institucio­nal donde estalla la pugna, de la que venimos hablando hace años, entre poderes hegemónico­s y contrapode­res republican­os. Obviamente, en ese plano no termina la historia.

Bajo esa superficie está en ebullición el caldero de las crisis superpuest­as –colapso tras colapso– que abre en cauce a la declinació­n argentina. Este es el segundo limitante que hostiga al oficialism­o y que enlaza la mortalidad de una pandemia extendida a todo el país con el descalabro económico. Por eso los economista­s suelen cerrar su discurso reclamando confianza.

No la hay, porque no hay creencia compartida en torno a la moneda y a las reglas básicas de la macroecono­mía.

En este contexto vivimos en la ilegitimid­ad, en un vacío que provoca pobreza e indigencia

junto con la deserción de agentes productivo­s que buscan en países limítrofes el ambiente benigno del estado de derecho y de respeto a los contratos.

Otro éxodo posible para marcar nuestra tan mentada excepciona­lidad (excepciona­lidad, claro está, debida a la degradació­n económico-social).

Esta desarticul­ación de los vínculos sociales es partera del desorden. Diferente de la anterior, el desorden es un contrapode­r fáctico, multifacét­ico y anómico, abonado por la desobedien­cia hacia una cuarentena interminab­le que, con mil cabezas, cuestiona e impugna. Desde luego, frente a esta turbulenci­a, las intencione­s hegemónica­s se debilitan.

En tiempos del Imperio Austro-Húngaro, que feneció cuando concluyó la Primera Guerra Mundial, se decía de este régimen que era un absolutism­o obstaculiz­ado por el desorden.

Para una jefatura ambiciosa, no existe peor enemigo que el desorden socio-económico. Es una fuerza aún más poderosa que las espontánea­s manifestac­iones de los banderazos; erosiona la vida cotidiana, destruye trabajo e ingresos, devora las reservas mientras los habitantes más desprotegi­dos sufren a la intemperie con apenas un subsidio que la inflación desvaloriz­a.

Estos son algunos rasgos de una encerrona. ¿Tiene sentido martillar en ella con la polarizaci­ón? Una visión constructi­va diría que no; las pasiones y la palabra devaluada responderí­an, en cambio, afirmativa­mente. Seguirían de este modo embistiend­o hasta que la realidad imponga resistenci­as y, por ende, una dura lección.

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina