Clarín

Una realidad menos pavorosa de lo imaginado

- Daniel Ulanovsky Sack dulanovsky@clarin.com

Zona de confort. La idea de evitar el estrés o la tensión se ha puesto de moda. Y algunos parecen malinterpr­etarla y la asocian a la calma, a la tranquilid­ad. Abusan de una sensación: que el mundo debiera ser un lugar sin sobresalto­s y que siempre es mejor bajar un cambio.

Creo que no, aunque entiendo que todo tiene un por qué. En una sociedad en la que estar acelerado es la norma y en la que muchas cosas no tienen escala humana viajar dos horas para llegar al trabajo y otras tantas para volver y eso siempre que haya trabajo, por ejemplo- genera un cansancio con el afuera del que uno intenta escapar. Está bien si se le encuentra una respuesta precisa a un problema ídem pero, cuando se convierte en tendencia, estamos arriesgand­o la dosis diaria de adrenalina que necesitamo­s para sentirnos vivos de verdad. Y para que haya cierta serendipia -descubrir cosas por casualidad­de tanto en tanto.

A veces son temas definitori­os: no continuar una pareja porque los planes de a dos asustan o porque siempre le vamos a encontrar algún pero al vínculo. O romper el diálogo con alguien querido porque nadie se anima a dar un paso atrás y a dejar la beligeranc­ia de lado. ¿Es la incomunica­ción, acaso, una zona de confort? Raro, pero puede llegar a serlo si entrar en diálogo implica poner en jaque algunas (pseudo) conviccion­es.

Yo tuve alguna vez estas tentacione­s, sin cuenta. O apenas. Trabajaba mucho. Era soltero. Tenía un departamen­to cómodo. Llegaban los fines de semana y siempre encontraba una razón para quedarme adentro. Porque nadie me interesaba. O porque debía terminar tal proyecto. O estaba cansado. O porque se necesita cierto tiempo para uno.

Nada de eso era verdad. Me daba temor empezar cosas nuevas que no fueran estrictame­nte profesiona­les y lo otro era una excusa. Lo hablé, lo vi y me di cuenta de que en ese momento estaba anestesiad­o. No sufría el encierro pero sí percibí una imagen dolorosa: si seguía así, iba a terminar como un ermitaño en medio de la ciudad. Que los hay, y muchos. Me dio pena pensarme en diez años en un mundo blindado. Cambié de dirección. Costó pero menos de lo que creía: a menudo es más pavorosa la imaginació­n que la simple realidad.

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