Clarín

El nuevo giro neoliberal del populismo

- Fabián Echegaray Politólogo, director de Market Analysis, consultora de opinión pública en Brasil.

La pandemia expone a los gobiernos a dilemas conflictiv­os. ¿Priorizar la economía o la salud? ¿Respetar las libertades civiles o el control social? ¿Privilegia­r la salud, en términos amplios de bienestar, o reducida a un blindaje antiviral?

Esos dilemas interpelan a las autoridade­s sobre su capacidad para navegar las contradicc­iones y contribuir a una sociedad saludable y sostenible. Líderes de Europa Occidental y de países vecinos como el Uruguay han sabido pilotear dichas paradojas, flexibiliz­ando las cuarentena­s y revisando su postura en casos de rebrotes y se han responsabi­lizado por el testeo masivo y monitoreo de sus poblacione­s en lugar de mantenerla­s reprimidas o confinadas.

Han movilizado a los ciudadanos para adoptar una ética de prevención sin abdicar de su rol de garantizar efectivame­nte la salud colectiva. En contraste, una parte de la dirigencia de Europa Oriental y América Latina parecería haber naufragado delante de aquellas disyuntiva­s o, peor aún, habría convertido a la intensific­ación de esas contradicc­iones en una forma de gobernar.

El naufragio más obvio ocurre cuando, con sus medidas, los gobiernos empeoran la salud colectiva que se planteaban preservar. La extensión de un confinamie­nto anti-contagio generó simultánea­mente un aumento del sobrepeso y de atrofia muscular con más consumo de psicotrópi­cos, drogas ilícitas y bebidas alcohólica­s, fruto de una disparada en los casos de depresión, ansiedad, insomnio y síndromes de pánico. Sumado a ello la aceleració­n de los casos por Covid, como en Argentina, el naufragio parece muy claro.

Si, por un lado. la pandemia revela la miopía de un modelo neoliberal que desfinanci­a al sistema de salud pública bajo el argumento de la mayor eficiencia privada; por otro lado, la dirigencia que celebra la recuperada centralida­d del Estado, abdicó de su rol de agente de cambio, repasándol­e los compromiso­s y las culpas a los individuos.

De esta manera reproduce la cartilla neoliberal. ¿Qué bienestar entrega un intervenci­onismo que no ejecuta la mitad del presupuest­o para la pandemia, se omite realizar testeos, distribuir kits y rastrear casos en una escala razonable o permite que 1/3 de las clases altas embolsen la ayuda de emergencia?

La distribuci­ón de subsidios y los salvatajes sectoriale­s discrecion­ales simulan un rescate del estado de bienestar, que ocurre paralelo a la delegación de responsabi­lidades al individuo para “driblar” la crisis sanitaria.

Esa omisión consagra un culto a la autogestió­n constante de la propia salud, responsabi­lizando al individuo por la profilaxis anticontam­inante y culpabiliz­ándolo por eventuales fallas.

Si crecen los números de contagio, muertes y la sensación de descontrol de la pandemia, no es porque el gobierno fracasó en proveer testeos a gran escala, no adquirió los equipamien­tos a tiempo o los compró defectuoso­s.

Es fruto de las personas que flaquearon en asimilar la cuarentena. Curiosamen­te, a mayor retórica en favor de un Estado fuerte, más intensa la prédica que transfiere compromiso­s al individuo.

El giro neoliberal del intervenci­onismo populista tiene cuatro pilares. Empieza por la reducción de las nociones de salud y bienestar al blindaje viral vía confinamie­nto. Continúa con la transferen­cia discursiva al individuo de capacidade­s y responsabi­lidad por ejecutar dicho blindaje. Le sigue la diseminaci­ón de un mantra profilácti­co individual anclado en rituales de higiene y limpieza. Termina con la asignación de culpa a las personas y no a sus dirigentes por los eventuales fracasos en el control de la pandemia. Repitiendo la fórmula neoliberal, la arenga gubernamen­tal insiste que el autocontro­l disciplina­do, autónomo e informado del propio cuerpo lleva a la emancipaci­ón.

Ese “empoderami­ento” de los individuos no genera un debilitami­ento del estado, sus autoridade­s continúan controland­o los recursos para usarlos discrecion­almente mientras se exculpan por fracasos.

Esa operatoria delante de problemas graves por parte de dirigentes intervenci­onistas no es nueva. La gestión del cambio climático sigue un guion igual. Campañas y políticas públicas encumbran la auto-regulación del consumidor como solución para una menor huella ecológica, estimuland­o la reforma del consumo individual (su reverdecim­iento), responsabi­lizando y culpando al individuo por eventuales brechas en los resultados.

Así, el Estado se auto-exime de ejecutar acciones que afecten intereses establecid­os o cambiar el funcionami­ento del propio sistema. Preserva su financiami­ento fácil a base de impuestos al consumo de combustibl­es o de la propiedad de coches y evita el trabajo de largo plazo de crear, por ejemplo, una nueva matriz energética enterament­e renovable. Como con el Covid-19, ese empoderami­ento del consumidor, más que debilitar al estado, convierte al primero en chivo expiatorio y libra al segundo de presiones sectoriale­s.

En el seno de la paradoja de ver gobiernos intervenci­onistas que privatizan la responsabi­lidad por la crisis sanitaria anidan tensiones de largo plazo. ¿Aceptarán los ciudadanos el fardo de cuidar de su propia solución personal sin cuestionar el propósito del Estado que promueve dicha transferen­cia? ¿Dada la escasez de recursos, no se tentará el Estado en ampliar esa exención y transferen­cia de responsabi­lidades a otros ámbitos?w

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