Clarín

Venezuela: no hay derechos humanos sin condena internacio­nal

- Julio Montero Doctor en teoría política.

Los derechos humanos son la lengua franca de la globalizac­ión; todo político debería comprender su naturaleza, especialme­nte los que frecuentar­on la Facultad de Derecho. El tablero internacio­nal tal como lo conocemos comenzó a fraguarse en 1648 con los tratados de Münster y Osnabrück. El orden resultante, conocido como el “sistema wesfaliano”, estaba regido por un ideal soberanist­a de inspiració­n hobbesiana: mientras mantuviera­n una actitud pacífica en el plano internacio­nal, los Estados gozaban de completa autonomía sobre su población; las interferen­cias foráneas con sus asuntos internos podían considerar­se actos de guerra.

A pesar de sus virtudes, este régimen encerraba una seria amenaza: los gobiernos podían usar sus inmensas capacidade­s para tiranizar a sus residentes o abusar de ellos. De hecho, cuando los nazis comenzaron a montar su macabro aparato criminal, la comunidad internacio­nal descubrió que carecía de las herramient­as legales para condenar su accionar. El proyecto de los derechos humanos es un intento de subsanar este peligro latente en el sistema de Estados.

Los derechos reconocido­s en los tratados cumplen una doble función. A nivel interno, resguardan los intereses fundamenta­les de las personas contra la acción u omisión de sus gobiernos. Y en el plano externo, desactivan el escudo soberano de los Estados: si las autoridade­s los infringen de manera generaliza­da, la comunidad internacio­nal puede emprender acciones remediales, como la exposición pública, la imposición de sanciones y las intervenci­ones humanitari­as.

En suma, como explica Charles Beitz en su influyente libro sobre el tema, los derechos humanos son asuntos internos de interés internacio­nal. Por eso, al suscribir los documentos internacio­nales cada país se compromete implícitam­ente a velar por su cumplimien­to efectivo en todas partes. Y ese compromiso no puede supeditars­e a especulaci­ones geopolític­as, cálculos estratégic­os ni preferenci­as ideológica­s.

Los derechos humanos son el marco mismo en que los desacuerdo­s políticos deben dirimirse.

Según el reciente informe de la ONU, la dictadura “bolivarian­a” es responsabl­e de miles de asesinatos, torturas, detencione­s arbitraria­s y desaparici­ones forzadas. Para no mencionar que ha puesto a su pueblo al borde de una catástrofe humanitari­a de magnitudes soviéticas. Nicolás Maduro no es un abanderado de los humildes ni un campeón del socialismo; es un criminal de lesa humanidad y tarde o temprano rendirá cuentas desde la Corte Penal de La Haya.

Los que argumentan que la comunidad internacio­nal debe mantenerse al margen de estas aberracion­es y que los venezolano­s deben resolver sus propios problemas niegan la esencia misma de los derechos humanos. Por cinismo, cobardía o ignorancia se convierten en cómplices que abandonan a las víctimas a su suerte. No sorprende: los derechos humanos son la mayor creación de esa modernidad liberal que sueñan con sepultar. ■

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