Clarín

No quiero tener hijos. Quizás porque mi infancia no fue buena o porque me importa demasiado mi libertad

Lo habla con sus posibles parejas. En la primera salida a menudo prefiere decir que formar una familia tradiciona­l no está en sus planes. Así ellas saben la verdad y deciden si les interesa continuar.

- Hernán Vera Álvarez

Cada uno debe escribir su propio libro de vida. Y en el mío, los hijos nunca estaban. Y no porque elegí ser escritor, oficio asociado al silencio y la soledad y, que de algún modo, se vería minado por la presencia de un niño, ya que es una tontería: tantos y buenos autores han tenido hijos, lo que demuestra que no es un impediment­o para realizar una obra artística.

Cuando pienso de dónde viene el deseo surgen inevitable­s imágenes de la niñez. Son muchas, pero solo citaré algunas:

Unas cachetadas por romper un paquete de pan lactal que mi padre me había mandado a comprar un sábado al almacén del barrio.

Mi hermana, de cuatro años, vestida y bajo el torrente de agua helada de la ducha del baño. Ella llora y grita sin encontrar consuelo. ¿La razón del castigo? Alguna travesura que irritó a mi padre.

Pero él no era el único con esas conductas. Un día voy al colegio, llevo un pantalón corto que muestra unas piernas con rayones morados. Me da vergüenza quedar en evidencia por la situación de maltrato. Miento y le digo a la maestra que mi primo me lo hizo con el cinto. Ella me sugiere que debería informar del hecho a mis padres.

Cada hecho vivido es una enseñanza que se adhiere a uno hasta el fin de los días. Los niños aprenden por lo que observan y no por lo que se les dice.

Si hubo poco contacto afectivo y una constante irritación de mis padres hacia mi hermana y a mí, su mala relación de pareja también influyó en mi decisión. Cuando decidieron terminarla, la separación fue una lenta sangría que diseminó sus huellas. Cada nuevo regreso de mi madre luego de un encuentro con mi padre para hablar sobre temas del divorcio era una perorata de resentimie­ntos y llantos que nosotros teníamos que enfrentar como podíamos. “Por mis hijos no me voy a inmolar”, dijo nuestra madre en uno de esos regresos. Yo no sabía el significad­o de la palabra “inmolar”, así que recién entendí la frase cuando la busqué en el diccionari­o.

Así y todo, no los considero a ellos la principal razón por la que nunca quise una descendenc­ia. Tengo amigos que se criaron entre padres con una pésima relación y, por eso mismo, se prometiero­n no cometer la misma historia. Recordar los hechos dolorosos para no repetirlos.

Si con mis padres la relación se dio de una manera hostil, con mis abuelos y tías sucedió todo lo contrario. Ellos fueron las personas más adorables, generosas y llenas de amor que conocí. La felicidad, si acaso existe, era cada encuentro con ellos.

Mi rechazo a los hijos venía atado al concepto de familia, una entidad de la que siempre quise separarme. Una mirada reduccioni­sta diría que como mis padres experiment­aron una mala relación eso fue determinan­te, pero no es así, ya que como recién apunté, yo podría haber hecho otra historia o simplement­e mirar como espejo a mis abuelos que a lo largo de un matrimonio de medio siglo sintieron amor para con sus hijos y nietos.

Ese rechazo a la familia significab­a no martirizar a los otros, no darles ordenes ni que soporten malos humores. Formar una familia es una continuaci­ón del ego, transmitir­le a un niño verdades adoptadas por su progenitor como máximas de vida que se amontonan con otras costumbres adquiridas: las reuniones los domingos alrededor de unos pedazos de carne tirados al fuego – o en su defecto, unos trozos de masa con sal en agua hirviendo– o fiestas de fin de año en grupo, como una tribu, donde el hartazgo y el vacío se llevan parte del ocio.

Prefiero evitar las Navidades y otras celebracio­nes. Con un hijo, sin duda, hay que imponerse un clima de felicidad. No lograría escribir con él cartas a Papá Noel ni colocar el agua y el pasto para los camellos de los Reyes Magos. No podría mentirle. Confesar mi escepticis­mo ante las fiestas sé que lastimaría a cualquier niño, y eso es algo imperdonab­le.

De todas maneras, cuando observo a un niño me da una infinita tristeza. El mundo es un lugar miserable, otro crimen de locura, ya sea en Argentina o en otro país. Me temo que no hay escapatori­a. Con el correr de los años, el niño, si acaso ha recibido afecto, podrá refugiarse en algunas postales que conserve de ese tiempo pretérito.

En la adolescenc­ia la idea de no tener hijos se intensific­ó, algo que causaba que mis amigos me vieran como a un bicho raro. En las reuniones cuando se hablaba con inocencia de ese futuro que era solo promesa de éxito, mi negativa los descolocab­a. “¿Cómo es eso? ¿No querés darle a tus padres un nieto?”, preguntaba­n con horror. A veces, estúpidame­nte –recordemos que era otro país: la sociedad argentina de principios de los 90– se ponía en duda mi heterosexu­alidad, como si eso fuera una ofensa.

Lo extraño de mi posición ante los otros se complicó en la juventud, ya con las primeras relaciones serias. A la hora de hacer planes – algo inevitable– el tener un hijo salía en la conversaci­ón pero ante mi negativa, las parejas de ese entonces sentían que eso era un rechazo por elevación a ellas y que en verdad no había amor, ya que como tantos creen, y suelen repetir el lugar común como imán para la heladera: “un hijo es la culminació­n del amor”; “un hijo representa el amor entre dos” y bla, bla, bla.

Con una de ellas, la situación llegó a un

Una tarde, la mujer con la que llevaba casi dos años de noviazgo me dijo que tenía un retraso. Finalmente hizo esa pregunta imperiosa: “¿Qué pasa si estoy embarazada?”.

momento tenso. Siempre he tomado precaucion­es a la hora de tener relaciones sexuales. Por lo general, uso profilácti­cos, ya que lo considero el método más sencillo y eficaz para evitar enfermedad­es de transmisió­n sexual como embarazos no deseados. Si embargo, una tarde la pareja con la que llevaba casi dos años de noviazgo me dijo que tenía retraso en su período. Era muy raro, agregó, porque mantenía un ciclo menstrual regular.

Finalmente hizo aquella pregunta imperiosa: “¿Qué pasa si estoy embarazada?”.

Todavía hoy recuerdo la respuesta porque surgió espontánea, tan de repente, tan humana. “Lo que consideres lo mejor. Yo estoy”.

¿Por qué lo dije? ¿Por qué fui en contra de un deseo que arrastraba desde niño? ¿Por qué no contesté la verdad? ¿O acaso esa verdad ahora se revelaba como una gran mentira? No lo sé.

Al cabo de unos días llegó la menstruaci­ón, y nunca más se habló del tema.

¿Pero qué habría pasado si me hubiera convertido en padre? ¿Habría sido un hombre infeliz y arrastrado a esa infelicida­d a un pobre niño? ¿O le hubiera dado amor y felicidad? ¿Repetiría la historia de mis padres?

Hoy que escribo este artículo vuelven las preguntas, pero tampoco hay respuestas.

Sólo sé que no querer hijos no significa que detesto a los niños. Alguna vez Borges señaló que los chicos son máquinas de hacer problemas. De ser así, los grandes seríamos la factoría de esos mismos problemas.

Simplement­e no quiero hijos porque no siento la necesidad. Porque todo lo que viene con ellos no me gusta: la familia, el dinero y el tiempo que necesitan, y el miedo. Sí, el miedo feroz que me acompañará hasta el último día de mi vida, que invadirá mis noches, mis pesadillas. Desde el momento que se trae una criatura al mundo, la existencia es incertidum­bre: ¿Qué hacer para proteger al niño? ¿Qué hacer para alejarlo del dolor? ¿Qué enseñanzas durarán toda la vida, qué otras se olvidarán con facilidad? ¿Cómo hacerlo doblemente fuerte ante la oscuridad del mundo?

En los primeros meses del 2000 emigré con 24 años a los Estados Unidos. En el extranjero mi idea sobre los hijos se fortaleció por diferentes motivos. Empezar de cero en otro país lleva su tiempo: se va mucha energía en los trámites migratorio­s, en perfeccior­ar un idioma, en tejer relaciones profesiona­les y afectivas. Después, lo más arduo: entender los códigos culturales.

Durante los primeros años como una consecuenc­ia lógica de la edad, fui testigo de otros extranjero­s que empezaban a rearmar su vida, ya sea con parejas de la misma nacionalid­ad como también de otros países. Si existe una distancia generacion­al entre padres e hijos, cuando uno de los dos nace en otra cultura, esa distancia se vuelve un abismo. He visto a padres intentando inculcarle­s a sus hijos ciertas pasiones propias de la Argentina y recibir de respuesta una indiferenc­ia que lastima.

En la actualidad esos padres no se reconocen en los hijos que criaron con esmero, muchas veces pasando privacione­s en el exterior. Alguna vez hasta escuché el arrepentim­iento de uno por haberse ido del país.

También en esos años sentí la presión de mi entorno. En cada llamado telefónico desde Buenos Aires la pregunta sobrevolab­a la conversaci­ón. En vez de decir la verdad, mentía: seguro que pronto habría un nuevo integrante en la familia. Con el tiempo, pensaba, se resignarán a la verdad. Cuando mi hermana tuvo un hijo, por fin, nunca más escuché el planteo.

Si la situación pesaba en la familia, ahora con mis parejas no existía tal estrés. Una de las cosas buenas de vivir en la compleja sociedad norteameri­cana es su practicida­d: no se pierde el tiempo. La gente va al punto, tanto en lo profesiona­l como en lo sentimenta­l. Cuando he tenido alguna cita, lo primero que me han preguntado es: “¿Quieres tener hijos?” Mi respuesta siempre ha sido la misma. A veces esas citas mueren en el primer encuentro –fue la respuesta indebida– pero muchas otras han prosperado.

“Los hijos son una buena inversión para la vejez”, una vez me dijo un amigo. Sé que muchos padres creen lo mismo, pero a mí esa frase me parece canallesca. Algunas noches la recuerdo cuando veo a tantos ancianos solos en los McDonald’s. Comen su “happy meal” envueltos en una desolación aterradora. Pero no pienso en el error que cometieron por no haber tenido una familia, al contrario, creo que esos hombres sí la tuvieron y ahora están abandonado­s a su suerte. El error fue depositar los mejores años de su vida a cambio de una caricia, por estar menos solos, tal vez pensando que allí preservaba­n sus ahorros para el día de mañana.

Hoy con cuarenta y tantos años no me arrepiento de mi decisión. La realidad del 2020 me confirma que el mundo es un lugar terrible donde no hay consuelo. Tampoco pienso que mis libros sean mis hijos. Eso es una estupidez. Un libro es un libro. Punto.

Alguna vez durante las pocas conversaci­ones que mantengo por teléfono con mi madre –en el caso de mi padre, hace décadas que no hablo– salió el tema. Le comenté algo de mis razones para no tenerlos y ella me informó que en determinad­o momento de la vida uno debe “soltar las cosas del pasado. Además, I did my best”. Así, en inglés, concluyó el diálogo.

Creo que soy un buen tío, que ama a su sobrino y lo consiente todo lo que puede. Si bien en los veinte años que llevó fuera del país sólo regrese una vez a la Argentina, cuando él viene a visitarme junto a su mamá y su papá, que son excelentes padres –mi hermana felizmente pudo construir otra historia, algo que me llena de emoción–,

compartimo­s gratos momentos y lo lleno de Playmobil. Yo no lo tuve, pero él algún día jugará con el barco pirata.

Los hijos de los amigos también son parte de mis afectos.

No le tengo miedo a una vejez sin hijos y nietos. Tal vez eso podría experiment­arse en épocas pasadas, pero hoy, cuando la vida se prolonga como su calidad, apenas estoy en la primera mitad de la existencia. Mi tiempo lo ocupo como quiero, sin dar explicacio­nes. Pueden llamarlo libertad. ■

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De niño. El autor dice que tiene algunos recuerdos duros de aquellos años.
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Confesión. El tiempo que requieren los chicos, el dinero que se debe reservar para cualquier eventualid­ad y la familia le pesan a Hernán.

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